Supongo que a estas alturas te estarás preguntando quién narices soy yo y por qué deambulo a lo largo de esta carretera serpenteante. Lo primero deberías saberlo si te has leído la contraportada de esta obra; por si acaso, me vuelvo a presentar, me llamo Markus. Para comprender las razones que me llevaron hasta aquí, lo mejor será que te cuente algo más sobre mi vida.
De mi infancia no hay mucho que explicar. Éramos una familia bastante normal: mi madre, mis hermanos menores, mi padrastro y yo. Lo único que nos diferenciaba de nuestros vecinos cristianos, ateos o musulmanes, era que pertenecíamos a una secta. No me preguntes cuál, ¿acaso tiene importancia? Siempre he pensado que las sectas solo son religiones en pequeñito y nada más. Algunas más raras que otras, de acuerdo, pero todas las grandes religiones empezaron siendo sectas, ¿no te parece? A partir de ahora lo llamaré «el Culto» y ya. No quiero que nadie se sienta ofendido. Hay quién escucha la palabra secta y ya monta un alboroto tremendo.
Cuando llegué a la adolescencia, nuestro tranquilo y organizado día a día dio un vuelco inesperado.
Creo que todo comenzó una tarde en la que estábamos esperando el regreso de mi padrastro, Natanael, de una reunión del «Culto» en Suiza que duraba unas dos semanas. No sabíamos nada de él, ya debería haber vuelto días antes.
Mi madre estaba preocupada. Igual quien no la conozca no lo hubiera notado, pero yo sí lo hacía. Se notaba por su silencio; silencio por las mañanas cuando nos despertaba y nos preparaba el desayuno a mis hermanos y a mí, silencio cuando nos acompañaba al autobús del colegio, silencio cuando volvíamos a casa. Hacía todas sus tareas de ama de casa de forma rutinaria, sin dirigirnos la palabra más de lo necesario.
Puede que estuviera recordando el momento en el que mi padre biológico nos abandonó a ella y a mí y se fue a vivir al centro espiritual del maestro, no te lo sabría decir. Yo no lo recuerdo, pues apenas tenía seis meses.
No podía ser lo mismo, mi madre y Natanael llevaban casi doce años casados. Aun así, todos nos preguntábamos qué le habría pasado.
Quizá si mi madre no les tuviera tanta fobia a los móviles nos podría haber llamado y hubiéramos estado todos más tranquilos, pero no, ella nunca tendrá uno de esos «cachivaches del demonio que te funden las neuronas» como los definía y aún define.
El sol se había convertido en un lejano globo naranja que proyectaba sus últimos rayos tímidos a través de las ventanas enrejadas de nuestra casa, situada en una pequeña aldea del norte de Extremadura. Poco después se levantó la noche. Un pozo sin fondo oscuro y silencioso, hasta que los grillos comenzaron a cantar
—¿Cuándo volverá papá? —preguntó mi hermana. Le daba vueltas con la cuchara a la ensalada de la cena en su plato. No parecía que tuviera mucha intención de comérsela.
—No lo sé —contestó mi madre con un suspiro.
Media hora más tarde la luz de unos faros iluminó la ventana de la cocina-comedor.
—¡Ya viene! —gritó el más pequeño de mis hermanos. Se levantó de la mesa de un salto. Todos corrimos hacia la puerta.
Venir vino, pero poco después descubrimos que no venía solo.
Una mujer desconocida le seguía, desparramando una nube de perfume artificial a su paso. Era menuda, de pelo rubio teñido, como revelaban sus cejas oscuras escondidas tras sus gafas de diseño y más maquillaje del que mi madre se hubiera colocado en toda su vida, como si con ello pretendiera esconder las arrugas de su cara sin éxito. Abrió mucho los ojos al darse cuenta de nuestra presencia y dio un pequeño paso atrás.
—¡Hola, chicos! —exclamó Natanael. Agarró a la desconocida del brazo y se acercó a nosotros casi arrastrándola consigo. No pareció haberse dado cuenta de la sorpresa que se reflejaba en la cara de la mujer—. Esta es Marta y estos son mi esposa, Palma; y mis hijos, Markus, Timoteo, Ismael, Cristina y el pequeño es Joshua —nos presentó. Nos habíamos quedado paralizados a unos pasos de la puerta. La mujer también se asemejaba a una estatua, parada en la entrada de la casa agarrándose a su bolso como si ese pedazo de cuero fuera su única ancla con la realidad. El color parecía escaparse de sus mejillas—. Pasa, puedes dejar tus cosas en el recibidor, luego las recogeremos.
—Va-vaale.
—Ponle un plato en la mesa a Marta y prepárale una cama para dormir, se quedará unos días con nosotros —añadió Natanael dirigiéndose a mi madre.
—Bueno —contestó ella con un tímido graznido. Seguía parada delante de nuestros fogones de gas. Tuve que ahogar un pequeño grito del susto. Las llamas se reflejaban sobre su rostro inexpresivo, frío. Parecía esculpido en hielo. Después de una eternidad por fin se movió e hizo todo lo que mi padrastro le pidió sin rechistar.
—¿Por qué esa mujer rara no se ha quitado los zapatos? —me preguntó Joshua al cabo de un rato.