Lo sé, te pica la curiosidad por saber qué pasó después de que aquella señora llegara a nuestra casa.
Tampoco estuvo mucho tiempo con nosotros, apenas un par de semanas. Aun así, nada volvió a ser igual que antes. Recuerdo una tarde en concreto que se me grabó en la memoria.
Estaba en el salón junto con mi hermano Timoteo contemplando cómo desaparecía el sol en el horizonte tras los cristales y preparado para una de las tantas oraciones diarias como de costumbre, cuando por fin escuchamos los sonoros pasos de Natanael repicando por el pasillo.
—¿Dónde está vuestra madre? —nos espetó nada más cruzar el umbral de la puerta.
Vi por el rabillo del ojo como Timoteo se encogió. Intenté mantenerme firme; pero sabía que cuando Natanael decía "vuestra madre" en vez de "Mamá" o su nombre, teníamos que andar con cuidado.
—Cre... creo que está haciendo la cena. —Mi voz salió con un tímido quejido.
—¿La cena? ¿Y cómo no la ha preparado antes? —Natanael dio un par de vueltas por la habitación como un perro encerrado sin dejar de refunfuñar. Al final se acercó a nosotros—. Venga va, comencemos.
Suspiré aliviado, pero poco después me di cuenta de que el enfado de mi padrastro no había desaparecido aún. Natanael comenzó a escupir las oraciones en voz alta como si fueran insultos. Creí escuchar como el eco de su voz rebotaba por toda la casa, pero mi madre seguía sin venir.
Esa noche escuchamos gritos hasta altas horas de la madrugada.
La bronca de Natanael tuvo el efecto contrario al que probablemente se había esperado, mi madre empezó a faltar a sus oraciones cada vez con mayor frecuencia. Poco a poco la tensión comenzó a instalarse y a crecer en el ambiente. Lenta y silenciosa, pero inexpugnable como la marea. Amenazaba con borrar el mundo al que estábamos acostumbrados y arrastrarnos hacia algo nuevo y desconocido.
Sospecho que mi madre tenía dudas desde hacía mucho tiempo. Quizá desde que descubrimos que el mundo no acabó en el año 2000 como nos habían hecho creer.
Estábamos en el 2005 ya y el Armagedón seguía pareciendo estar igual de lejano que siempre. Mi padrastro rezaba cada día para que llegara pronto. «La malicia tiene que ser borrada de este mundo cuanto antes», solía decirnos.
Todo cambió cuando un libro cayó entre las manos de mi madre. Parecía algo inocente a primera vista. Trescientas hojas de papel encerradas dentro de una caratula verde. Puedes creerme que no lo era. Nunca subestimes el poder de los libros; al igual que las personas, pueden transmitir mensajes que cambian vidas.
Aquel libro desafiaba sin miedo todo lo que nos habían inculcado durante años. Ridiculizaba todas las profecías apocalípticas y defendía que el infierno no era algo lejano, sino que estaba aquí, en la tierra. Afirmaba que era nuestra responsabilidad volver a convertirla en un paraíso. Mi madre empezó a decir que debíamos tomar consciencia sobre nuestros actos, que era una llamada a la acción para cambiarlos. Ese libro despertó una parte de ella que durante largo tiempo había estado sumida en letargo: el lado de curandera, amante de las hierbas, la naturaleza y la medicina alternativa.
Un día declaró que abandonaría el culto, así, sin más. Al escuchar eso, Natanael se puso blanco como la nieve, luego empezó a gritar. Al final, tras estar cinco minutos gesticulando a lo loco e insultando a mi madre delante de todos nosotros, se encerró en el dormitorio matrimonial. Cuando salió, días después, todos nosotros nos habíamos puesto del lado de mi madre. Todavía no comprendíamos del todo la nueva situación, pero nos libraba de los molestos y aburridos rezos y otros rituales.
Natanael se volvió callado, ensimismado. Llegaba de su trabajo y se encerraba en el dormitorio de nuevo hasta la mañana siguiente. Era evidente que había perdido el control sobre la situación. Navegábamos a la deriva hacia lo desconocido. Ya ninguno de nosotros mostraba interés por el «Culto». En vez de eso imitábamos a mi madre en su nuevo sueño. Empezamos a interesarnos por las hierbas y plantas de nuestro entorno, plantamos un huerto enorme y llenamos toda la finca de árboles frutales, aunque supiéramos que algún día tendríamos que irnos de ahí, pues estábamos de alquiler. Descubrimos el placer que hay en dormir en verano al aire libre soñando bajo un manto de estrellas. Mi madre quería todo menos compartir cuarto con aquel loco.
Por alguna razón los humanos de hoy en día nos hemos acostumbrado a escondernos entre muros. La naturaleza está llena de peligros, nos dicen. Hay que protegerse, la noche es peligrosa y oscura. Al final hasta acabamos encerrándonos bajo una tienda cuando vamos a acampar en el monte. Desprenderse de todos esos miedos es una experiencia interesante. Al principio todo te distrae, un ladrido en la distancia, el corretear de una hormiga sobre tu pierna, el crepitar de hojas en el bosquecillo cercano. Nosotros nos acordábamos de los demonios que según Natanael rondaban por la oscuridad. Nos reímos de ellos. Cuando dejas atrás los prejuicios que te inculcaron durante tu infancia y te rindes a los ruidos de la noche, el silencio te abraza. Luego te susurra secretos al oído y te invita a soñar.