Llevo un rato tumbado sobre los cartones esperando el amanecer. Por fin una débil luz comienza a filtrarse entre las rendijas de la puerta y por el cristal de una pequeña ventana tan tapada de leños que anoche me pasó desapercibida. Me incorporo y mi rodilla choca contra algo duro.
—¡Ay!
Escucho un sonido metálico que proviene del suelo. Trato de vislumbrar qué objeto lo podría haber provocado al caer. Puedo divisar una lata en la penumbra, encajada entre una tabla y la puerta. Me pregunto qué será.
—¡Anacardos! ¡Dios! —exclamo en voz alta al abrirla.
Encontrarse un manjar así en una cabaña perdida en medio del monte no es algo que te esperarías, pero no te vas a quejar si la suerte te sonríe.
Empiezo a devorarlos con ansias, junto con el resto del melón.
Me está empezando a entrar algo de culpabilidad. Igual si introduzco un par de euros en la lata a cambio, no hay problema. Me pregunto qué pensará el dueño de esta cabaña, cuando pase un día por aquí y vea que en vez de sus preciados frutos secos solo queda dinero en la lata. Espero que no se enfade. Resultaron ser demasiado tentadores para dejarlos ahí sin más.
Compruebo mis calcetines empapados de la noche anterior. Están casi secos. Por suerte llevo recambio y la poca humedad que queda en mis botas se esfumará por el camino.
Salgo a la calle para estirar mis músculos anquilosados. Es mejor intentar prevenir las agujetas antes de que aparezcan.
La niebla tapa el fondo del valle. En cambio, sobre mi cabeza el cielo está despejado. Es un espectáculo sobrecogedor para la vista. Se siente como si estuvieras flotando sobre las nubes.
Después de un par de ejercicios de yoga, es el turno de practicar un par de caídas y movimientos de aikido. Un arte marcial parecido al judo, pero menos agresivo. Llevo un tiempo practicándolo. Siempre puede ser útil que sepas defenderte cuando viajas solo, aunque confieso que nunca he llegado a usar esos conocimientos.
Saco el mapa de mi mochila para tratar de establecer una ruta hacia el lugar al que quiero llegar. Todos los caminos pasan por un pueblo que se llama Ax les Thermes, hasta ahí no parece haber problema. Luego puedo escoger entre varias carreteras posibles. Trato de memorizarlas todas lo mejor posible.
El sol empieza a asomarse sobre los montes. Me pongo mis botas y comienzo a caminar cuesta abajo. Pronto la niebla me engulle.
Escucho un mugido cercano, luego otro. Me encuentro frente a frente con una vaca enorme cuyos cuernos tendrán casi medio metro. Son animales que te pueden infundir cierto respeto, aunque en general solo se suelen dedicar a pastar con tranquilidad.
La vaca fija sus grandes ojos circulares en mí por unos instantes y vuelve a dirigir su atención a la hierba. Descubro que hay bastantes más bultos entre la niebla revelando que no se encuentra sola. Sigo valle abajo por un pequeño sendero, sin hacer demasiado caso de los mugidos molestos que me regalan.
Antes de lo que me esperaba tengo la carretera enfrente. Yendo campo a través te puedes ahorrar un buen tramo de las curvas que recorren la ladera de esta montaña en forma serpenteante. Creo que estoy en el lado francés desde hace rato.
Voy a pisar el asfalto, pero un impulso repentino me hace apartarme y esconderme entre las sombras. Se escucha el ruido de un motor. A los pocos segundos veo bajar un todoterreno de la Gendarmerie proveniente de la frontera. Avanza a paso de tortuga. Suele ser buena idea hacerle caso a tu intuición.
Espero entre las sombras mientras contemplo cómo el coche se pierde entre las curvas a lo lejos. Cuento hasta cinco y salgo a la carretera. Me pregunto si estarán aquí por mí. ¿Habrá comunicación entre la policía de un país y la del otro?
Pasan muy pocos vehículos a esta hora y ninguno parece querer ir en mi dirección. Tampoco es cuestión de quedarse parado en el sitio cuando viajas. «Loco; si no conseguís aventón, andás», recuerdo las palabras de Mika, un payaso argentino con el que he compartido muchos kilómetros de carretera.
Inspiro en profundidad; huele a coníferas, aunque soy incapaz de diferenciarlas. Apenas puedo ver más allá de diez metros entre la penumbra silenciosa que sigue escondiendo la mañana. Retomo el paso cuesta abajo. Después de unos quince minutos, por fin escucho el ruido de un coche a mis espaldas. Un Mercedes bastante nuevo de matrícula francesa se materializa entre la baba gris que nos rodea. Para mi sorpresa desacelera al pasarme y se para poco más adelante. ¡Qué suerte!
El conductor baja la ventanilla. Es un hombre calvo de mediana edad con perilla. Me pregunta algo, no logro comprender nada. Ojalá hubiera dado francés en el instituto, al haber estudiado a distancia me perdí esa asignatura. Espero que no se convierta en un problema más adelante.
—Do you speak english? Deutsch? ¿español? —pregunto. El hombre me mira y niega con la cabeza.
—¿Ax les Thermes? —Ni idea si habré pronunciado bien el nombre. Sonríe, su cara se ilumina, parece que sí. Me señala con gestos que tome asiento.
Encajo mi mochila entre mis piernas. Lleva toda la parte trasera del vehículo lleno de quesos y bebidas alcohólicas, por lo visto los españoles no son los únicos que cruzan la frontera para comprar.