Un viajero errante

Un nuevo hogar

Igual te puedo contar algo más sobre mi adolescencia antes de que empiece a salir el sol.

Como ya te dije, me aburría bastante en la finca de Ana; por eso visitaba a Umberto cada vez con mayor frecuencia. Asistía a todas sus clases de yoga, había descubierto una nueva afición muy recomendable. Te relaja y te mantiene ágil y flexible. Cuando no estaba con Umberto, visitaba a Arno. Este vivía en un tipi a un par de kilómetros del pueblo, entre zarzas y montañas de chatarra. Le ayudaba a arreglar maquinaria antigua, o al menos enredábamos con ella. Cuando me aburría de ambos, daba vueltas en bici o visitaba alguno de los pocos viejos amigos del cole con los que aún mantenía algo de contacto.

Gozaba de bastante libertad para moverme. Mi madre no solía cuestionar mis idas y venidas, supongo que tenía bastantes preocupaciones en su mente ya. Sabíamos que acampar donde Ana era una buena opción durante el verano; pero cuando llegaran las lluvias y el frío de nuevo, necesitaríamos una solución mejor.

—Deberías denunciar a Natanael —sugirió Ana un día. Estaba sentada con mi madre sobre un tronco de roble caído al lado de uno de los manantiales de su finca.

Me quedé escondido tras un viejo castaño hueco centenario. Las agujas de los erizos secos caídos se clavaban en mis pies descalzos, me aguanté la tentación de gemir. Quería escuchar la conversación sin que me descubrieran.

—No sé, es que no quiero arriesgarme. ¿Y si sale mal y vienen los asistentes sociales a quitarme a mis hijos? —objetó mi madre. Se notaba el miedo en su voz.

Desde mi posición vi como Ana se incorporó, retiró una garrafa de debajo del chorro de agua y colocó otra. Parecía estar pensando.

—No creo que eso pase. Para hacer eso necesitan una razón real. Que haya descuido de los niños o algo así. No es que sea el caso tampoco. Tú te preocupas por ellos. ¡Piénsatelo!

—Ya, pero tampoco quiero que Natanael acabe en la cárcel o algo así.

Ambas mujeres se levantaron y cogieron las garrafas.

—No sé, creo que eres demasiado buena con él. —Fue lo último que escuché antes de perderlas de vista.

Me aparté del castaño y me senté donde hace un instante habían estado las dos mujeres. Empecé a sacarme espinas de mis pies doloridos. Brotaron un par de gotas de sangre que tiñeron las plantas de mis pies de rojo.

No sabría decirte de manera exacta por qué mi madre nunca le llegó a hacer caso a Ana. Creo que era porque dependíamos en gran medida del dinero que nos pasaba Natanael cada mes. Puede que tuviera miedo de perder eso y no poder mantenernos por sí sola.

Natanael aprovechaba esa circunstancia. Trataba de presionarnos para que fuéramos a vivir con él. Siempre nos recordaba que, si recapacitábamos, teníamos las puertas abiertas en su nueva casa. Había adoptado una actitud victimista. Nos trataba como si nos hubiéramos compinchado contra él para dejarlo solo y verlo sufrir. Te imaginarás que nadie de nosotros quería saber algo del tema. Los únicos que aún se iban con él a su nueva finca de vez en cuando eran Cristina y Joshua. Puede que el hecho de que los llenara de los regalos que nunca habíamos tenido y los llevara de excursión a donde se les antojara tuviera algo que ver.


A finales de julio, no espera..., creo que fue a mediados de agosto¸ no me acuerdo de la fecha exacta; Natanael al fin se rindió y ambos padres decidieron que lo mejor sería divorciarse. Acordaron que él se quedaría con su nueva casa mientras que mi madre se quedaría con algo de dinero en metálico para poder comprarse su propia finca.

Seguro que te puedes imaginar las caras largas que ponía mi padrastro. Se notaba que no era una solución que le agradara, pero acabó por aceptar a regañadientes. Sospecho que algo tuvo que ver la influencia que ejercía sobre él aquel amigo del culto que fue a buscarlo el día que lo dejamos encerrado.

Buscamos durante bastante tiempo, frustrados por no hallar nada interesante. Con el boom inmobiliario los precios estaban por las nubes. Al final del verano, por fin encontramos un sitio que se ajustaba a nuestro presupuesto. Era una finca a tres kilómetros del pueblo. Un viejo olivar abandonado cubierto de helechos y zarzas. No tenía acceso, había que cruzar un pequeño arroyo bordeado de chopos y alisos para entrar en ella, pero disponía de agua y una pequeña ruina que se podía volver a habilitar.

Como no tenía muchas cosas que hacer, me pasaba con la bici por ella casi cada día. Abrí un camino entre los helechos para poder entrar y empecé a desmontar las tejas y la madera podrida del viejo tejado del edificio. Era pequeño. Constaba de dos habitaciones de unos veinte metros cuadrados cada una. Creo que era una antigua cuadra o trastero. Arno me ofreció su ayuda y me prestó sus herramientas para fabricar ventanas con marcos de puertas viejas, me quedaron bastante bien para ser la primera vez que trabajaba con madera. Todo es más fácil cuando tienes buenos maestros.

No te imaginas cómo me sorprendí cuando un día apareció Natanael; así, sin más. Creo que sentía envidia o celos de que hubiera otra gente dispuesta a echarnos una mano. Trajo vigas y tejas nuevas para el tejado, además de una estufa, una bomba, mangueras y un depósito de agua. Con la ayuda de Timoteo logramos montarlo todo antes de que nos pillara el otoño. Al menos ya teníamos un techo bajo el cual dormir, un modo para calentarnos y agua corriente para lavarnos.



#31581 en Otros
#2719 en No ficción
#4680 en Novela contemporánea

En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.