Un viajero errante

Voces nocturnas

Escucho voces. Espera, ¿estoy soñando? Alguien murmura algo en un idioma extraño. Abro los ojos de golpe. ¿Dónde estoy?

Veo las ripias de un somier sobre mi cabeza alumbradas por una débil luz que procede del hueco de la escalera. Vale, sigo en la cabaña de madera en algún punto de los Prepirineos franceses. ¿Pero por qué me ha parecido escuchar a alguien? Creo recordar que anoche estaba solo.

Las voces se escuchan de nuevo. Los últimos retazos de somnolencia de mi mente se esfuman de un plumazo. Agudizo los oídos. Parece que provienen del piso inferior. Me levanto de la cama despacio. Trato de pisar lo más suave que me es posible apoyando cada pie con cuidado para que el suelo de madera no cruja y me asomo al hueco de la escalera para poder echar un vistazo.

Hay cuatro hombres sentados alrededor de la mesa que ocupa el centro de la habitación. Los ilumina la tenue luz de una lámpara de queroseno. ¿Quiénes serán y qué narices harán aquí? Espera, hay cuatro fusiles apoyados en una esquina de la habitación. ¡Mierda! Tienen que ser cazadores y esta cabaña debe ser su lugar de reunión o algo parecido. Debía haberme imaginado algo así.

He de confesarte que mi opinión sobre los cazadores en general no es demasiado buena. No tengo nada en contra de los de las tribus indígenas que cazan para poder comer y mantener su estilo de vida, pero es evidente que en Europa este tipo de cazador hace mucho que ha dejado de existir. Los que hay ahora, sean furtivos o no, solo cazan por gusto. ¿Qué puedes esperar de alguien que mata animales que muchas veces se encuentran en peligro de extinción, simplemente por placer o por saciar su extraña sed de sangre y sentirse poderoso al saber que puede decidir sobre la vida o la muerte de una criatura solo apretando un gatillo? Una extraña y sádica perversión.

He podido observar que parece existir una especie de correlación entre los que son cazadores, con posturas e ideales políticos xenófobos de ultraderecha. Como si quisieran reclamar para ellos la posesión de un lugar o territorio siguiendo sus propias leyes. Alegan que ellos son los auténticos dueños por ser lugareños. Si eres forastero, ya te declaran alguien inferior sin derecho a poder opinar.

Todavía recuerdo un día en el que estuve recogiendo setas en el bosque cerca de la finca de mi madre con mi hermano Timoteo. Vimos y escuchamos cómo se acercaban un par de cazadores a lo lejos pegando tiros a algún animal que no pudimos identificar.

—¡Hola! ¡Cuidado! —gritamos a pleno pulmón para que se dieran cuenta de que nos encontrábamos allí.

Cual fue nuestra sorpresa cuando uno de ellos, en vez de dejar de disparar, se giró hacia nosotros y pegó un tiro en nuestra dirección que se estrelló contra un árbol unos cuantos metros por encima de nuestras cabezas. Después vimos cómo se tapó la cara con su capucha y se alejó para que no le pudiéramos identificar.

Ni idea si estos cuatro franceses sentados en el piso inferior demostrarán esa misma actitud hostil, pero ante la duda mejor no arriesgarse.

Necesito salir sin ser visto. Veamos. Por la puerta es imposible, me bloquean el paso. Miro las ventanas de mi piso. Es la única posibilidad. Si me quedo aquí sin hacer nada, igual llegará el momento en el que a alguno de ellos se le ocurra subir por la razón que sea. No hay nada para esconderse. Tengo que actuar con sigilo y rapidez.

Intento abrir la primera ventana sin éxito, la madera parece haberse hinchado por la humedad y está atascada. Levanto mi mirada a la segunda. Está muy alta y es muy pequeña. No creo que pueda pasar por ella. Tengo que volver a intentarlo con la primera. Trato de empujar el marco hacía arriba a la vez que tiro de él. Por fin cede. Espero que ahora no chirríe. Tengo suerte, no lo hace.

Todavía es de noche, la luna apenas entra en su último cuarto y aún ilumina bastante. Hay una caída de unos dos metros y medio hasta el suelo. Si dejo caer mi mochila por la ventana se escuchará el golpe desde el interior de la cabaña casi seguro. Miro mis botas, tengo una solución. Me agacho y desato los cordones. Cuesta tirar de ellos en la oscuridad. En el piso inferior se han quedado en silencio. Por fin consigo desenredarlos. Los ato entre ellos para improvisar una cuerda. Izo mi mochila con ella y la bajo por el otro lado. Con satisfacción noto como deja de pesar al apoyarse sobre el suelo. ¡Uf! Ya solo falto yo.

Escucho las voces de nuevo. Me doy la vuelta para salir por la ventana de espaldas. Me cojo del marco inferior con las manos y extiendo los brazos lentamente antes de soltarme y saltar el poco espacio que queda flexionando las piernas para amortiguar el golpe. Aterrizo con un débil crujido sobre las agujas de pino del suelo. No ha sonado mucho; con el ruido de su propia conversación es difícil que me hayan escuchado.

Cargo mi mochila sobre mis hombros y doy un pequeño rodeo a través del bosque para que no me vean a través de alguna de las ventanas del piso inferior antes de volver a salir al asfalto.

Vuelvo a subir hacia el puerto a la luz de la luna. Tengo que decidir cómo seguir. Parece bastante obvio que el rainbow no se celebra cerca como había pensado, juzgando por el hecho de que no he podido encontrar nada ayer. Además, habiendo cazadores rondando por la zona no me apetece quedarme más tiempo por aquí para seguir comprobándolo. Lo mejor será volver a buscar toda la información sobre el encuentro en Internet para ver en qué me he equivocado. Necesito llegar a algún pueblo que tenga un cibercafé para poder conectarme.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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