Un viajero errante

Sombrillas

El cielo tiembla. Pego un respingo. ¡Plic! Algo húmedo impacta contra mi frente. El cielo vuelve a retumbar. Se escucha una bocina. ¡Plic! Espera, sigo bajo el puente, creo que lo que suena son los vehículos que pasan sobre él. ¡Plic! Me aparto de las gotas molestas. Observo como la humedad se acumula y se escurre bajo los laterales metálicos del puente hasta que la gravedad la vence y cae justo a mi lado. El resto del terreno se ha mantenido seco. Aún estoy en penumbras, poco a poco la noche se va aclarando.

Desayuno frutos secos y un par de melocotones de los que me regalaron ayer. La lluvia cesa y se empiezan a distinguir los primeros edificios a lo lejos. Han dejado de pasar coches.

El agua del río está turbia y sigo distinguiendo trozos de plástico entre la espuma grisácea que flota sobre ella. Paso de lavarme allí.

Me cargo mi mochila a los hombros, quiero salir pronto y coger el primer autobús de la mañana con dirección a la frontera. Supongo que te imaginarás que no quiero volver a encontrarme con el tipo de los tatuajes de ayer. Creo que cuando te pasa algo así y no se te ha perdido nada dónde estás, lo mejor es que te alejes cuanto antes.

Vuelvo a pasar por el parque y me lavo la cara en la fuente. Tengo mucho mejor aspecto. Mis labios ya no están casi hinchados y el pequeño corte apenas se nota. Creo que, si no te fijaras, pasaría completamente por alto.

Un Renault Clío rojo pasa por la calle contigua a paso lento. En el viajan cuatro personas con chaquetas de cuero y el pelo corto, casi rapado. Me oculto tras el tronco de un árbol por instinto. Uno de ellos es el idiota de ayer. Objetos largos tapados con toallas se asoman por la ventana trasera del coche. ¿Crees que serán bates de béisbol o algo así? No puedo verlo bien. Por suerte pasan de largo, creo que se dirigen al lugar en el que me enfrenté con aquel chico.

Sin saberlo se han interpuesto en mi camino a la estación. Tengo que dar un rodeo. Intento actuar normal por si hay más de ellos por los alrededores. ¿Dónde rayos me he metido?

Me coloco mi gorro de lana para tapar mi pelo rubio oscuro. Aunque estemos en verano, hace fresco a estas horas de la mañana tras la lluvia. No creo que levante sospechas. Me cambié de ropa antes de salir de debajo del puente, si me cruzo con alguno de ellos que no sea el chico de ayer, no creo que me reconozcan. Al fin y al cabo, ninguno de los otros me ha visto en su vida.

Vuelvo atrás y subo un tramo de la carretera a lo largo del río para coger una calle paralela hacia la parada de autobús. Mi sentido de la orientación suele ser bueno. Cuando llevas tiempo viajando, acabas aprendiendo a guiarte por el sol y las estrellas. Si están ocultos, tomas otras referencias. Siempre hay algo, ríos, edificios altos y llamativos, montañas. Al final te orientas sin siquiera pensar en ello.

El tañer de unas campanas retumba por las calles. Cuento hasta ocho. Si no recuerdo mal el primer autobús sale a las 8:30, tengo tiempo de sobra.

Estoy a la altura del semáforo de la calle paralela a la de la estación. Delante de mí hay un hombre rubio con chaqueta de cuero. Se gira y me dedica una mirada ausente. Reprimo un suspiro de alivio al darme cuenta de que no es el chico de ayer. Tengo que relajarme o acabaré llamando la atención. Paso al lado del hombre tratando de actuar como un simple turista por si es uno de ellos. Vuelve a girarse hacia la calle del semáforo. Por suerte el puto nazi de ayer no me ha visto con mi mochila, hubiera sido fácil reconocerme por ese hecho.

Por fin he llegado a la estación. Son las 8:20. Aparece una pareja de ancianos, luego un par de jóvenes, poco a poco esto se va llenando. Creo que salen varios autobuses a la misma hora, espero no equivocarme.

—Voy a tomarme un café —declara el anciano. Hace ademán de incorporarse, su mujer le agarra del brazo.

—¡Ernesto, no! ¡Ya está llegando el bus! —Tiene una voz aguda y penetrante.

El hombre refunfuña algo entre dientes. Sonrío, españoles... Lo más fácil será seguirles, supongo que se dirigirán a la frontera al igual que yo.

Soy el primero en subirme al autobús. Tomo asiento en la parte trasera. Salimos al tráfico unos minutos después, puedo ver al chico de ayer a través del cristal junto a un par de sus colegas. También me ha visto. Me señala con el dedo y empieza a gesticular con grandes aspavientos. Le hago un corte de mangas. Algunos pasajeros me miran extrañados.

Los tres chicos se alejan corriendo. ¿Crees que irán a buscar su coche? ¿Llegarán al extremo de seguir al autobús hasta esperar a que me baje? ¡Mierda!

No vuelvo a verlos. Han salido tres autobuses iguales a la vez. Tal vez no se han fijado en la matrícula y se han confundido. Espero que el chico no haga la conexión entre el hecho de que no hablaba francés con que me pudiera dirigir hacia España. Tengo que poner tierra de por medio.

Los ancianos se bajan dos paradas más adelante, al final no iban a la frontera, pero estoy en el autobús correcto.

Vamos por una carretera secundaria que marcha paralela a una autopista. Llegamos hasta el final de trayecto, un pueblecito llamado Le Perthus que está situado justo antes de la frontera. No hay ni rastro del Renault de los radicales.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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