Estoy caminando por las calles de Lleida de nuevo dos semanas después. La última vez pasé de largo, casi sin pararme, en mi afán de llegar a Francia lo antes posible. Ahora no tengo tantas prisas.
Resulta que el conductor del coche con el que llegué aquí ejerce de taxista en su vida diaria. Tal vez por eso tenía el coche tan impecable, a saber. Se jactaba de ser el único taxista negro de Lleida. Es probable que de verdad lo sea. La gente suele contar que es complicado obtener licencia de taxi en España, más si has nacido fuera. Dicen que se suelen heredar de padres a hijos. Igual ya lo sabías, en fin. Quizá fuera el hecho de ser un conductor profesional el que le hizo pedirme dinero al final del viaje para ayudar a pagar el combustible. Nunca me lo habían pedido antes haciendo autostop. Me sorprendió bastante, pero tenía un montón de monedas pequeñas sueltas de cuando estuve haciendo malabares en Perpignan. A veces hasta te viene bien que te quites peso inútil de encima.
Me estoy acercando a un río, se llama Segre. Seguir un curso fluvial puede ser buena idea cuando quieres salir de una ciudad que no conoces. Además, estoy casi seguro de que más adelante utilizarán sus aguas para regar las plantaciones de frutales de la zona. Igual me llevará directo al nuevo trabajo que estoy buscando.
Hay bastantes paseantes y gente montando en bici a lo largo de dos caminos empedrados que bordean ambas orillas.
También hay africanos, muchos africanos. Están sentados sobre el césped charlando en idiomas extraños o jugando al fútbol. El terreno está bastante inclinado hacia el río. Todos los tiros y pases se desvían hacia sus aguas, pero no parece importarles a los chicos. Algunos vigilan en la orilla que el balón no caiga dentro y se moje. Supongo que la mayoría habrán venido a buscar trabajo en la temporada de recogida de frutas, al igual que yo.
—¡Hola! —saludo a un par de ellos que están sentados sobre un banco. Se giran hacia mí—. Perdona, ¿sabéis dónde puedo encontrar trabajo?
Uno sonríe, el otro se encoge de hombros, pero ninguno me responde. Se vuelven a enfrascar en su conversación. Creo que no hablan español. ¡Qué raro! ¿Cómo harán para comunicarse con los agricultores de la zona? Debe haber algún intermediario.
He llegado al final de la ciudad, el camino empedrado se ha convertido en un sendero de tierra que sigue adelante. Hay un par de pescadores vociferando. Me acerco por curiosidad. Veo que han capturado un siluro enorme de más de dos metros. Levantan la cabeza y me miran con cara de pocos amigos. Será mejor seguir adelante. Casi no pasa gente por el sendero, solo me cruzo a veces con algún ciclista aislado. La humedad impregna el ambiente y se me pega sobre la piel, huele a perro mojado y a algo podrido.
Empiezan a verse las primeras plantaciones de frutales: melocotoneros y paraguayos, sobre todo. En cambio, no hay ni un solo agricultor a la vista al que pudiera preguntar por trabajo.
Llevo caminando un buen rato ya y he llegado a un pequeño pueblo llamado Albatàrrec que parece desierto. Igual aún están trabajando a estas horas de la tarde. Tocará seguir sendero adelante. Al menos la humedad molesta se ha esfumado, aunque ahora estoy sudando a chorros. Espera, allí a lo lejos en las plantaciones de las afueras hay alguien montado en un tractor y aplicando algún tratamiento sobre los árboles. Parece un hombre bastante mayor. Va y vuelve por las tiras a paso lento. No sé si interrumpirle o esperar a que acabe, igual se molesta si le paro antes. Mejor me espero.
Por fin se ha parado al lado de una nave a unos cien metros de donde estoy. Me acerco, es mi oportunidad.
—¡Hola!
No me ha escuchado, hay un motor en marcha dentro del edificio que hace bastante ruido.
—¡Hola! —grito de nuevo a pleno pulmón. El hombre se gira.
—¡Bona tarda! —contesta. Me mira de arriba abajo repetidas veces como si estuviera confuso, desorientado. Supongo que no deben hablarle extraños muy a menudo.
Casi me había olvidado de que estoy en Catalunya y de que aquí se habla catalán aparte de español. Alguna vez me han contado que los catalanes son muy suyos y cerrados hacia el resto de España, espero que no pase nada si le hablo en español. De todas formas, no me queda más remedio, no tengo ni idea de catalán.
—Perdona, estoy buscando trabajo
—Vale... Pues lo siento, me gustaría, pero no puedo ayudarte —me contesta en español perfecto, la fama de cerrados debe ser una exageración. Se apoya sobre una de las ruedas del tractor y se mesa la barba unos instantes—. Además, no eres el primero en preguntarme. Ya me han preguntado otros en el pueblo. Pero es que llevo seis años contratando un grupo de senegaleses porque no había nadie de aquí que quisiera trabajar en el campo y no los voy a dejar tirados, aunque ahora de repente sí que haya gente que quiera. Lo siento, ¿qué vienes de muy lejos?
No sé qué contestarle, no quiero preocuparle y además me parece muy lógica y noble su postura. En mi pueblo de Extremadura pasa lo mismo. Hay un montón de gente que parece haber salido hasta de por debajo de las piedras, que nunca han trabajado en el campo y tampoco tienen ganas de hacerlo, pero que aun así casi exigen a los agricultores a que los contraten y despidan a los que llevan viniendo años tras años porque «hay que pensar primero en los de aquí antes que en los de fuera». Nunca me ha gustado esa actitud.