Me he despertado con la sensación de estar en un lugar antinatural, silencioso, raro. El aire fresco y húmedo se cuela dentro de mi saco de dormir entreabierto. Me doy la vuelta para abrigarme mejor.
Sobre mi cabeza hay estrellas, un océano de estrellas. La penumbra de las luces de los pueblos cercanos apenas es capaz de menguar su fulgor. Reparo en la Osa mayor, busco la Osa menor y la estrella polar en un gesto que ya se ha vuelto costumbre. ¿Sabías que la estrella polar además de señalar el norte en nuestro hemisferio está situada en el único punto fijo del firmamento? Todas las demás constelaciones van girando a su alrededor. Cuando llevas tiempo observando el cielo de noche, hasta puedes llegar a deducir la hora aproximada a partir de su posición. Deben ser las dos de la madrugada ahora. Creo que el silencio repentino se debe a que los grillos se han callado.
Recuerdo otra noche silenciosa en la que también observaba las estrellas; la noche en la que Noah y yo llegamos a ese rainbow crudívoro en el sur, después de ocho horas sentados en el coche. El lugar estaba perdido en el monte, a más de siete kilómetros de la costa y de la carretera más próxima. Al principio había un camino bastante practicable, pero cada vez se empinaba más y más. La fina arena de la calzada cercana a la playa pronto se convirtió en roca. Nos detuvimos a la fuerza al llegar a una lancha que no nos permitió seguir avanzando. No éramos los únicos que nos habíamos quedado allí. A un lado había unos veinte o treinta coches aparcados bajo la tenue luz de la luna creciente. Seguimos el resto del trayecto de pie. Todo estaba en silencio; hasta que, después de pasar un nuevo recodo escuchamos los tambores.
Pasamos junto a un cartel colorido adornado con objetos difusos que bajo la luz de la linterna de Noah revelaron ser conchas, piedras y plumas. "Welcome home" estaba escrito con letras grandes repletas de filigranas sobre él. Y con letra algo más pequeña y más abajo: "Rawfood Rainbow. No drugs, no alcohol, no dogs, no cooked food".
No era algo que me preocupara mucho, nunca me han llamado la atención las drogas y podía prescindir de la comida cocinada, así como del azúcar y productos refinados sin problemas. Tenía cierta curiosidad por ver cómo sería una fiesta sin alcohol, las pocas fiestas por las que me había pasado hasta entonces siempre implicaban algún que otro borracho al final de la noche.
Según nos fuimos acercando el ritmo empezó a diversificarse, distinguí los sonidos característicos de los yambees y de las darbukas, acompañados por los tonos graves y prolongados de alguien que soplaba en un didgeridoo. No sé a quién se le ocurirría mezclar instrumentos africanos y australianos, pero el resultado era muy rítmico e invitaba a mover los pies. Un último recodo del camino reveló una gran fogata rodeada de unas cien personas que estaban conversando, bailando o gritando.
—Esto es lo que no me gusta de los rainbows —comentó Noah—. ¿Qué necesidad hay de hacer un fuego porque sí? Encima sabiendo que es un encuentro crudívoro y no se cocina.
—Ya, bueno, no sé. Igual lo hacen porque... —Fui interrumpido por un grito, una mujer mayor se acercó corriendo y abrazó a Noah. Comenzaron a conversar y a acercarse al fuego y de repente me encontré solo en la multitud.
Al principio me sentí fuera de lugar. Comencé a observar a la gente de mi alrededor sin atreverme a hablar con nadie dado que no los conocía. La mayoría de las personas no reparaban en mí, aunque tuve esa extraña sensación de que alguien me observaba. Levanté la vista y mi mirada se cruzó con unos ojos negros que se apartaron fugaces para volver poco después. Pertenecían a una chica de piel morena y pelo negro que le llegaba hasta la cintura. Aporreaba un yambee al otro lado de la fogata. Me hizo sentirme algo incómodo, pero enseguida se me pasó.
Estuve un rato dudando si coger uno de los tambores que había a un lado del círculo y unirme al grupo de los que tocaban o no. Cada cual parecía hacer lo que le daba la gana en cada momento. Nadie parecía cuestionar nada. Cuando ya me estaba dirigiendo hacia los instrumentos, reparé en alguien más. Un chico algo mayor que yo que enseñaba malabares a un grupo de niños en un claro de polvo apisonado entre los matojos y algo alejado del fuego. Curioso me acerqué para verlo más de cerca.
—¡Hola! —me saludó al darse cuenta de mi presencia—. ¿Querés probar?
A uno de los niños, un chaval de unos diez años, se le cayó una bola y los demás estallaron en carcajadas.
—Vale.
Antes de que pudiera coger una bola, una niña de unos siete años, una coleta medio deshecha y ojos demasiado grandes para su pequeña cara, se colgó de mi brazo y me miró.
—¡Hola! —Soy Veda, ¿y tú quién eres?
—Me llamo Markus.
—Ahh, Maarku. Ese hombre es Mika, y esos chicos, em, esos chicos no m'acuerdo.
Sí, ya sé que te he hablado de Mika alguna vez ya. Allí fue donde lo conocí. Aún no tenía ni idea de que pronto acabaríamos siendo buenos amigos.