La mañana me ha sorprendido con una desagradable sensación fría, húmeda y pringosa en mi cara, y los pies congelados. Miro a mi alrededor. Veo una manta de finas gotas transparentes que refulgen como perlas sobre la hierba verde debido al sol que empieza a incidir sobre ellas. ¡Genial! Eso pasa cuando te olvidas de que cerca de los ríos es fácil que caiga rocío. Al menos ya no noto el tufo de ayer.
Me encojo intentando entrar en calor y dormir un rato más. Escucho pasos y mi respiración se acelera. Me asomo a la apertura de mi saco con timidez. Una mujer algo mayor que yo pasa corriendo, luego otra. No me han visto. Ahora pasan tres hombres en bici. Mi pereza matutina se ha esfumado. Me levanto nada mas perderlos de vista. Enrollo mi saco a pesar de que aún está algo húmedo por la parte externa. Lo sujeto a mi mochila y salgo al camino. Ya dejaré que se seque bien más adelante. Aquí de todas formas no lo hará hasta que empiece a apretar el sol. No pienso quedarme tanto. Tarde o temprano alguien me vería y comenzaría a hacer preguntas. No tengo nada en contra de que me hagan preguntas, pero hay días en los que simplemente no me apetece contestarlas. Mucha gente se cree con derecho de opinar y de arreglar tu vida sin comprender nada, aunque al día siguiente no los vuelvas a ver. A veces prefiero estar tranquilo. Suficiente tengo con hablar con los agricultores.
Esperaba que saliendo temprano me cruzara con bastantes campesinos de camino para sus respectivas plantaciones; por alguna razón que se me escapa, no es el caso. Gente hay, y mucha; aunque parecen más bien urbanitas deportistas. Se ve que por aquí se preocupan por su salud. Según empieza a calentar el sol cada vez son menos, pero siguen sin aparecer los agricultores. Igual en la zona en la que estoy ya han acabado toda la cosecha.
Ya debe ser casi mediodía. Me he metido por un camino que discurre paralelo a un canal de riego con la esperanza de toparme con alguien. Por ahora lo único que me he encontrado hace un rato ha sido un albaricoquero perdido entre zarzas. Me costó llegar a las frutas, pero estaban dulces como la miel. Eso compensa los arañazos.
Algo se mueve a lo lejos entre las sombras. Una figura difusa que se alza y se vuelve a tumbar a intervalos regulares. ¡Espera! Creo que es un hombre. Quizá sea musulmán y está realizando una de sus oraciones diarias.
Me acerco poco a poco por curiosidad. Sí que es un hombre. Más concreto: es una mole de hombre, negro y gigante. Ni que fuera jugador de la NBA. ¡Joder! Parece casi irreal. Supongo que, si ese fuera el caso, vestiría mejor ropa y no estaría rezando aquí en medio de la nada. Debe estar en busca de trabajo. Al menos no creo que haga preguntas estúpidas.
Me quedo sentado a cierta distancia para no interrumpirlo sin querer. A ver si me acuerdo de la fórmula de saludo en árabe antes de que acabe.
—Assalammu aleikum —saludo en el momento justo en el que se gira hacia mí. Me mira. Me siento como si estuviera evaluando si de verdad el saludo vino de mí, con mi pinta de europeo, o si lo debió haber imaginado. Es un poco incómodo.
—Wa aleikum salam —contesta rompiendo el silencio. Añade una retahíla de palabras en un idioma extraño de las que no comprendo ni papo, ni siquiera me parece árabe. De pronto se calla y sonríe dejando entrever dos filas de dientes gigantes de caballo, pero tan blancos que ya quisieran los del anuncio de Listerine. Creo que debo haber puesto cara de idiota.
—No, no hablo tu idioma, perdona —balbuceo entre risas. ¿La alegría es contagiosa? De todas formas, creo que hoy no es mi día.
—Vale, tranquilo, yo entiendo español.
Me cae bien casi a primera vista. ¿Conoces esa sensación cuando nada más conocer a alguien ya intuyes que has encontrado un amigo?
—¿Hacia dónde vas? ¿Estás buscando trabajo al igual que yo? —pregunto.
—Sí, llevo tres semanas aquí en esta zona y aún no tengo faena. ¿Tú también buscas?
—Sí...
Estoy algo asustado. Mi sueño de encontrar algo pronto cada vez parece más lejano.
—Si quieres buscamos juntos —añade el chico sacándome de mis pensamientos.
—Vale, ¡estaría genial! Me llamo Markus. ¿Cómo te llamas tú?
—Musa, soy de Senegal.
Se levanta y me doy cuenta de que aún es más alto de lo que creía. Medirá más de dos metros. Los músculos de sus brazos abultan casi tanto como mis piernas. Impresiona verlo. Me siento enano a su lado.
Seguimos andando a lo largo del canal preguntando a todos los que tienen pinta de agricultores con los que nos cruzamos, pero la suerte no nos sonríe. Al final salimos a la carretera.
—... y desde entonces busco trabajo donde me salga. ¡Mira! Allí está el pueblo.
Un camión pasa por nuestro lado y Musa se calla como si alguien hubiera apagado una radio. Casi no ha parado de hablar desde que nos encontramos. Al principio escuché lo que me decía, pero luego mis pensamientos se desviaron a un mundo gris y difuso que solo absorbía retazos sueltos de sus palabras. Dijo algo de que llegó por primera vez a España hace diez años en patera como inmigrante ilegal, después de cruzarse medio Sahara andando. Todo para que al final le acabaran deportando otra vez a su país natal. Luego había tenido la suerte de venir legalmente unos años después, dado que su hermana se había casado con un turista que resultó ser un catalán residiendo en Barcelona y que le había contratado en su empresa de construcción. Cuando empezó la crisis, dicha empresa se fue a pique. El catalán había desaparecido para huir de los acreedores dejando a los dos hermanos solos en la ciudad y sin trabajo. La hermana de Musa había podido colocarse enseguida trabajando de interna para una familia adinerada, pero él no tuvo tanta suerte y andaba enlazando todos los trabajos temporales que podía encontrar desde entonces. Más o menos era eso. Debería prestar más atención o quedaré mal. No sé qué me pasa hoy.