Un viajero errante

Venir e ir

Me he despertado en medio de la oscuridad por el ruido de una bocina en la calle. Escucho un motor que se aleja. A mi alrededor se perciben las respiraciones pausadas de decenas de hombres en sus sueños. El aire es algo denso. Entre las ripias de un palet de madera que tapa una ventana, se filtra la débil luz de la luna. Me incorporo despacio. Está en su último cuarto, pronto será luna nueva. Su brillo baña las cabezas oscuras de los presentes. Hay bastantes más de los que recuerdo, deben haber llegado en algún momento de la noche mientras estaba durmiendo. Parece que soy el único que está despierto.

Faltan unas dos horas para que amanezca. Cuando llevas tiempo durmiendo al aire libre, aprendes a juzgar estas cosas por la posición de la luna o las estrellas. En el caso de la luna es sencillo. Solo tienes que tener en cuenta que cuando está llena sale justo en el momento en el que se pone el sol y se pone cuando vuelve a salir este. Luego, según pasan los días y va menguando, cada día sale con un poco más de retraso. En el cuarto menguante sale justo en la mitad de la noche. Con luna nueva, sol y luna salen a la vez. Con el cuarto creciente, pasa justo lo contrario, la luna sale de día. Una vez que has comprendido esto, el resto es fácil.

No tengo mucho sueño. Estoy recordando los hechos que me llevaron a aventurarme por el mundo y a cogerle el gusto a viajar por mi cuenta.

Todo empezó algunas semanas después de regresar del sur con Noah. Volvíamos a estar solos en nuestra montaña, pero había cambiado en mi interior después de aquella escapada. Ya no me sentía a gusto como antes. Echaba en falta relacionarme con más gente. Soñaba con conocer otros sitios y tenía ganas de ganar algo más de dinero propio para poder gastarlo en lo que me interesara. También seguía soñando con comprarme una finca propia algún día.

Noah podía sentir mi falta de interés por los quehaceres de la finca. Me propuso que me fuera al Valle del Jerte una temporada a buscar trabajo durante la recolección de cerezas. La idea me pareció interesante, pero no me atrevía a marcharme yo solo a un sitio desconocido y tener que preguntar a gente extraña. Era bastante tímido aún.

Me consolaba con el hecho de que Mika y un tal Ivan, que también habíamos conocido en el sur, nos habían prometido visitarnos a la finca; pensaba que pronto tendría una posible distracción de nuestro día a día.

Llegaron en grupo otro par de semanas más tarde. No estaba Ivan entre ellos, Mika sí. Lo acompañaban dos chicos más; un español con ojillos saltones y largas rastas, al que llamaban Sebas; y un inglés con una larga melena rubia y hoyuelos, al que llamaban Bob. Quedaron encantados con la finca y nuestro huerto en un principio, pero por alguna razón Noah se comportaba de manera algo hostil con ellos y pronto comenzaron los primeros roces.

La mayoría de las discusiones se producían por nimiedades que me parecían absurdas y bizarras. Recuerdo un día en el que volvía del huerto con Noah y vimos como Sebas revolvía nuestro compost. Cuando nos acercamos me di cuenta de que estaba recogiendo las vainas vacías de los guisantes, que habíamos pelado para la ensalada de la comida, y las echaba dentro de una de las ollas de acero inoxidable de Noah.

—¿Qué coño haces? —preguntó este—. Con esa olla preparo mis cremas cosméticas naturales y la estás llenando de mierda. ¡Serás guarro! —El otro lo miró desde abajo, desde su posición acuclillada, y siguió recogiendo vainas como si nada—. ¡Eh, tío! ¿Eres sordo o qué? Estoy hablando contigo.

—Tranquilo amigo —masculló Sebas al fin—. Luego lo lavamos todo y ya. Hemos tirado todas esas vainas cuando se pueden comer. Me lo enseñaron en un rainbow. Solo hay que quitarles la fina capa de fibra y están buenísimos. —Cogió una vaina, la partió por la mitad y nos enseñó la película transparente que asomaba—. ¿Veis? Esto...

—¿Eres gilipollas o qué? —saltó Noah. Se le estaban hinchando las venas del cuello. Le arrancó la olla al otro chico de las manos y volvió a echar todo su contenido sobre el compost.

—¡Qué haces! —exclamó Sebas con los ojos desorbitados—. ¡En África hay niños que se mueren de hambre y tú tiras la comida!

—No digas estupideces —replicó Noah—. El huerto está lleno de guisantes y de habas. Os he dicho que, si queréis comer, solo tenéis que ir a cogerlas. Y en vez de eso estás aquí cogiendo putas vainas de la basura. ¿No eres capaz de andar ni cien metros hasta el huerto o qué?

Se marchó con la cara de color rojo bermellón antes de que Sebas pudiera decir nada más. El otro maldijo y se marchó a su vez en dirección de su furgoneta. Me quedé solo. Levanté la cabeza y vi que Mika se me acercaba.

—¿Qué pasó? Escuché gritos.

—Nada, se han peleado por unas estúpidas vainas de guisante como si fueran críos.

—¿En serio? Mirá vos, los egos son malísimos. Espero que se calmen solos —observó. Se sentó a mi lado. Comenzó a hacer malabares con cuatro naranjas que había cogido de uno de los árboles de Noah hasta que se le cayó una. La comenzó a pelar y se introdujo un gajo en la boca—. ¡Qué bueno está esto! Este lugar es un paraíso. Aun así, tengo ganas de seguir viajando. Hay miles de niños sufriendo allí fuera que necesitan una sonrisa.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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