Un viajero errante

Horas

Me despierto debido a un murmullo de voces ahogadas. Debí haberme quedado dormido otra vez sin darme cuenta. Aún es de noche. Una tenue luz proviene de una esquina de la sala, del mismo lugar del que brotan las voces. Apenas son perceptibles sobre el sonido de la respiración de los hombres que siguen durmiendo a mi lado. Me froto las legañas de mis ojos para ver mejor. Vislumbro a un grupo difuso de personas arrodillándose a intervalos regulares, entre ellos Musa. Me asombra que más de la mitad de los hombres de la sala sigan dormidos. Parece que no todos son musulmanes, al menos no practicantes.

Después de terminar con sus oraciones, algunos vuelven a echarse. Otros se congregan en otra esquina en penumbras, Musa entre ellos. Alguien saca una olla enorme de alguna parte. La llama de un mechero ilumina sus caras, casi tan intensa como la luz de la otra esquina. Prenden un fogón de gas y comienzan a calentar agua.

La gente de mi alrededor comienza a levantarse, decido imitarles. Algunos ojos curiosos me miran, pero nadie dice nada. Unos faros cruzan la ventana e iluminan la sala por un instante, somos bastante más que ayer, debe haber unos cuarenta africanos aquí metidos. Unos cuarenta africanos y un europeo. El tono de sus pieles va desde un marrón canela hasta el ébano puro. Sigo acaparando miradas fugaces. Me siento extraño, como si fuera algo exótico, un pedazo de nieve perdido en medio de una noche tropical.

Me acerco a la mole inconfundible que es Musa. Está vertiendo algo espeso y oscuro desde un vaso de plástico hacia otro, repetidas veces. Se ha percatado de mi presencia y me tiende uno de los vasos antes de repetir el proceso de nuevo. Los demás lo imitan, otros ya están bebiendo en silencio. Encima de una mesilla improvisada hay una bandeja a rebosar de plátanos y galletas de la que algunos se sirven. Sigo con el vaso humeante entre las manos. Huele a café. Tomo un sorbo, es café. Sobre la superficie del líquido flota medio dedo de espuma. Tiene un gusto curioso, dulce, aromático y picante. Lleva alguna especia que no logro identificar.

Otros faros iluminan la sala. Se escucha el ruido de un potente motor que se prende en la distancia. Como si hubiera sido una señal, la gente a mi alrededor comienza a conversar entre ellos en voz baja. Me pregunto por qué nadie enciende la luz. Igual será porque cuando estás ocupando un edificio sin avisar, no te interesa revelar tu presencia. Sí, debe ser eso.

Algunos de los africanos comienzan a dirigirse y a desaparecer tras la puerta. Musa y yo les seguimos después de lavar nuestros vasos en una pila. Un soplo de aire fresco invade mis pulmones en el exterior, me acabo de dar cuenta de lo asfixiante que era el ambiente allí dentro. Las sombras difusas de nuestros compañeros se pierden en diferentes direcciones. Algunos nos acompañan hasta el pueblo antes de perderse también. Al llegar al almacén de nuestro nuevo jefe, Musa y yo nos hemos quedado solos. Seguimos estando a oscuras fuera del foco de las farolas. Una débil luminosidad que se peercibe en el horizonte anuncia que el amanecer está a la vuelta de la esquina. Hay un hombre fumando en la entrada, su silueta se desvanece entre las sombras nada más girarse hacia nosotros. Un coche se acerca, para y nos hace luces, los rumanos. Montamos en los asientos traseros, el conductor arranca sin perder un segundo.

Los primeros rayos de sol comienzan a vislumbrarse en el instante en el que el coche para motores en medio del mismo mar de árboles de ayer. Saltamos al exterior para comenzar con nuestra nueva rutina. Ya hay cajas preparadas. A saber a qué hora las habrán traído. Poco a poco el sol escala las alturas. No tardamos mucho en comenzar a sudar a chorros.

Unas seis horas después veo al techo del camioncito de nuestro jefe navegando en nuestra dirección entre las copas, justo cuando todos estamos comiendo nuestro bocata. Los rumanos están partiendo gruesas lonchas de panceta que acompañan con pan y una salsa amarillenta que parece mostaza. Normal que estén tan ceporros casi todos. Ríen y conversan entre ellos en su idioma. No entiendo nada. Nuestro jefe se ha parado delante de las cajas que cosechamos esta mañana. Saca un par de melocotones de las que cogimos Musa y yo. Contengo la respiración. ¿Habremos hecho algo mal? Vuelve a colocarlas donde estaban y comprueba las que cogieron los rumanos, tira un par de melocotones al suelo y después se nos acerca.

—Qué aproveche, chicos.

—¡Gracias!

—Hoy paramos a las dos, hace mucho calor. Vasile, Pedro, veniros a las tres y media a la bodega, hace falta más gente para seleccionar. Si veis alguna fruta picada, pequeña o con manchas; las tiráis aquí mismo

—Vale jefe.

Poco después volvemos a perdernos entre los árboles. Dejo mi caja en el suelo, pues percibo una sombra a mis espaldas. Me giro y descubro la cabezota roja de Vasile a centímetros de mi cara.

—Chico, tienes trabajar bien, eh. No dormir en trabajo, y no coger podrido. No como españoles, si no mañana jefe manda a la calle.

Un tufo a alcohol brota de su garganta y por poco me tumba. Parece que el líquido transparente que bebían no era agua como pensaba.

—Sí, sí, tranquilo.

Comienzo a coger los primeros frutos. El rumano sigue contemplándome.

—Tienes que coger más rápido, no dormir, no. —Sacude su cabeza y por fin se aleja. Aun así, permanece la sensación inquietante de tener la mirada de unos ojillos enrojecidos clavada en la espalda. Tengo que aguantar, solo faltan un par de horas para el final de jornada.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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