Un viajero errante

El Jerte

Después de perder diez partidas de ajedrez seguidas contra Musa, me di por rendido. O ese hombre es muy bueno, o yo soy muy malo. Sospecho lo último. Cada vez que creía haber aprendido algo, me tendió una trampa diferente. Quién lo hubiera dicho.

Ahora se ha retirado a realizar sus oraciones y yo me he puesto a deambular por el pueblo. No hay mucho que ver, cuatro calles, un puñado de casas y campos de frutales entre una red de canales de irrigación por los alrededores. Me da igual. A veces te apetece estirar las piernas sin más, sobre todo si has pasado rato sentado. Me sorprende lo fácil que nos resultó encontrar trabajo después de todo. Igual lo único que necesitas hacer para conseguirlo es insistir en ello. Sin querer recuerdo la vez en la que lo intenté junto a Mika, allá en el Valle del Jerte.

Después de salir de casa de Noah en las condiciones en las que lo hicimos, estuvimos rodando buena parte de la mañana en silencio. Hacíamos un dúo extraño; yo con mi bici de montaña, una mochila gigante a mis espaldas apoyada sobre el portaequipaje y una botella sujeta bajo el cuadro; Mika con su hatillo colorido del que asomaban una quena y el mástil de un charango, sujeto sobre el portaequipaje, y otra bolsa cargada con higos y frutos secos, una calabaza de agua hueca que utilizaba como plato y diversos utensilios más, sujetos en el manillar. Paramos a comer a mediodía en la orilla de un riachuelo, a la sombra de un antiguo puente romano a cuyos pies crecían saucos florecidos que emitían un olor dulzón e hipnótico. Se las señalé a Mika.

—¿Sabes que con esas flores puedes preparar una bebida refrescante?

—¿En serio? ¿Y cómo se hace, che?

—Es fácil, solo tienes que meter las flores en una botella, echar el jugo de un limón, azúcar o miel y rellenar con agua —respondí—. Luego lo dejas reposar unos días y ya. Nada más.

—Dale, vamos a hacerlo. —Antes de poder responderle nada más, ya se había encaramado sobre el arbusto

—No tenemos azúcar ni miel.

Volvió a girarse hacia mí con un puñado de las características inflorescencias blancas en la mano.

—¿Valdrá con higos cortados?

—Supongo que sí, se puede probar.

Un par de ancianos cruzaron por el puente y nos regalaron caras extrañadas. No les hicimos mucho caso; cuando volvimos a rodar, teníamos dos botellas repletas hasta arriba de flores.

—Che, cuando recorrí Sudamérica con mi novia Esther, también agarrábamos frutas y plantas por el camino, y hacíamos música en los pueblos y los campesinos nos regalaban todo lo que podíamos necesitar. ¿Te lo imaginás? Hay pueblos perdidos en las montañas en los que nunca han visto nada. Cuando vas y hacés un poco de malabares, los niños se creen que sos un mago y se quedan boquiabiertos y los padres se pegan por invitarte a su casa. La gente humilde es la que tiene el mejor corazón.

—Pues sí.

—Sí, aquí no sé qué pasa. Nunca me había pasado algo como lo qué pasó con Noah. Ese hombre está loco, es la primera vez que me llaman ladrón.

Se me encogió el estómago al volver a pensar en Noah. No me gustaba que lo llamara loco, pero ya era tarde para arrepentirme y volver. Tenía que seguir adelante con la decisión que había tomado. Seguimos rodando en silencio. Pronto nos apartamos de la carretera principal que cruzaba la comarca de punta a punta para tomar un atajo por la sierra. Teníamos que cruzar un pequeño puerto y pasar por un pueblo llamado Piornal para llegar al Valle del Jerte. Poco a poco iba cayendo la tarde. El ascenso parecía hacerse cada vez más largo. Dudaba que fuéramos a ser capaces de cruzar ese día. Mika se quedaba cada vez más atrás y le tenía que esperar. También a mí me estaban empezando a pesar las piernas. Paramos en un alto tras una curva. Nos apartamos del camino y extendimos nuestros sacos sobre la hierba y las hojas secas que había al borde de un matorral de robles. El silencio y la luz anaranjada de la puesta de sol que bañaba la inmensa llanura a nuestros pies dotaban el ambiente de algo majestuoso y sacro. El aire parecía más vivo en esas alturas. Los pueblos se hicieron visibles al caer la noche. Un puñado de barcos luminosos esparcidos al azar entre el mar de sombras, como lanzados por una mano gigante e invisible.

—Esto es precioso, Esther lo debería ver, le encantaría —comentó Mika.

—Oye, ¿y por qué ya no viajas con tu novia? —pregunté después de que ambos nos tumbáramos en nuestros sacos respectivos. Mika se quedó callado un buen rato.

—Quiso quedarse con sus padres un tiempo, y yo quería ir al rainbow en el sur. Hay otro rainbow en Portugal dentro de algo menos de un mes, quedamos en reunirnos allí. Mirá, es perfecto, podemos trabajar una o dos semanas en el valle ese que decís y luego seguir hacia Portugal. Y luego, a ver a dónde nos lleva el camino. ¿Te imaginás cruzar a Marruecos y conocer África? —Estaba alzando la voz, parecía entusiasmado—. Debe ser precioso, loco.

—Seguro que sí.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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