Un viajero errante

La bodega

—Markus, Musa, veniros esta tarde a la bodega, hace falta gente.

Levanto la vista sorprendido. ¿He escuchado bien? Me encuentro frente a frente con las cejas levantadas que adornan la cara roja de un Vasile que aún no ha cerrado la boca.

—Vale jefe —se escucha la voz grave de Musa.

Vasile me lanza otra mirada asesina, vuelve a encaramarse hacia el árbol que estaba cosechando y se pone a trabajar a toda máquina.

El jefe se pierde de vista y veo por el rabillo del ojo como el rumano se relaja. Se recuesta sobre el tronco y saca un mechero y un pitillo de alguna parte.

—¡Eh, chico! —Hago como si no lo hubiera escuchado—. ¡Chico! —Una nube de humo me envuelve. Pego un respingo al notar una respiración irregular en la nuca.

—¿Qué?

—Ya verás, chico, en bodega jefe va a ver que no trabajas y mañana vas a calle.

Vuelvo a centrarme en mi trabajo. Prefiero pasar de sus tonterías. Lleva toda la semana igual. Una última nube de humo se precipita en mi dirección y acto seguido escucho pasos alejándose, solo interrumpidos por maldiciones en voz baja.

Al llegar a la bodega descubrimos que no somos los primeros. Hay un grupo de sudamericanos pegados a la pared, intentado esconderse sin éxito del intenso sol de mediodía bajo la escasa sombra que brinda el bordillo del tejado de la nave. Quizá debería decir sudamericanas, pues en su mayoría son mujeres. Están hablando a viva voz, pero cuando nos acercamos el silencio cae como una losa sobre una tumba. Noto como sus ojos nos evalúan. Escucho sus respiraciones hasta que un sonoro chirrido las interrumpe. Giro la vista asustado y descubro que la puerta metálica de la entrada del edificio se ha abierto. Entramos en fila india. Pronto la cháchara y risas animadas vuelven a invadir el ambiente.

Un hombre se sube a un toro mecánico y se dirige hacia una puerta situada en el fondo de la nave. Esta se abre con un sonoro chasquido y el vehículo desaparece entre una nube blanca escasamente iluminada. Una repentina ráfaga de aire frío invade la sala. Poco después el toro vuelve cargando un palet a rebosar de cajas de fruta.

—Que el negro se ponga allí a cargar cajas, el chino puede venir a seleccionar aquí a mi lado —ordena una señora mayor.

El grupo se ha repartido en dos; unos están a lo largo de una cinta, otros en una máquina que parece servir para seleccionar la fruta por tamaño. Varios ojos me miran expectantes. Una chica se ríe.

—¿Viste la cara que puso? —Varios más estallan en carcajadas, los miro sin entender qué está pasando—. Tranquilo chico, nosotros llamamos chinos a todos los chicos jóvenes.

—Ah, vale…

Las máquinas se ponen en marcha con un sonoro traqueteo y los primeros melocotones comienzan a rodar por la cinta. En primera instancia quitan los verdes y tocados y los echan dentro de unos contenedores grandes de metal. Luego los restantes pasan a la calibradora. No sé por qué me da que los descartes acabarán en la basura. Es algo triste, pero habitual. He visto contenedores a rebosar delante de otras naves del pueblo. Parece como si la posibilidad de aprovechar los sobrantes para producir zumos o mermeladas es algo que todavía no se ha inventado por aquí. O tal vez haya alguna ley extraña que se lo prohíba, a saber.

Resulta que mi trabajo consiste en repartir los melocotones en cajas con el culo hacia arriba una vez que han sido seleccionados. El ritmo es rápido, pero tampoco es algo del otro mundo. Me pregunto si aún pensaré lo mismo dentro de unas horas.

En principio todo el mundo vuelve a guardar silencio, pero poco a poco comienzan a relajarse y a bromear a voz en grito entre ellos para hacerse escuchar por encima de las máquinas.

—¡Qué callado es el chino!

—¡Igual no entiende español!

—Sí que entiendo —replico.

—Ah, bueno, pero es que nosotros hablamos diferente, marica.

Varias chicas se ríen otra vez.

—¡Leidy, calla! Que aquí no dicen marica. Para ellos es un insulto.

—Mira chino, te voy a contar algo que le pasó a Leidy una vez que fue al carnicero —dice el único hombre que hay entre nosotros aparte de mí.

—¡No, calla! —suplica la tal Leidy. Se está poniendo más roja que los melocotones que tiene entre manos.

—Que sí, que fue muy gracioso.

—Bueno va, hágale.

—Mira, una vez fuimos al carnicero, el primer año que vinimos a hacer temporadas aquí. Y Leidy se acercó al man que atendía y le dijo que quería polla. —Varias de las presentes estallan en carcajadas—. Y ese man se la quedó mirando y después dijo: “querrás decir pollo”. Y Leidy dijo que no, que no, que lo que ella quería era comer polla.

—Yo es que no sabía que aquí la polla es otra cosa —salta Leidy—. Para mí la polla es la hembra del pollo.

—Y el man ese se puso colorado y dijo que allí lo que vendían era carne y que se fuera que su esposa estaba a punto de llegar. Y Leidy salió emputada gritándonos que ese marica no le quería dar polla, pero que había visto que tenía.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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