—Che, ¿viste que acá usan el “tú” en vez del “você” cuando hablan?
Era mi segundo día en Portugal con Mika y llevábamos varias horas subiendo un puerto que no parecía tener fin.
—Sí, ¿qué tiene de raro?
—Cuando pasé por Brasil todos hablaban de “você” y acá tampoco se tragan tanto las palabras como all...
El pitido estridente de un claxon nos interrumpió. Varios coches habían aparecido a nuestras espaldas y nos obligaron a ponernos en fila india para que pudieran adelantarnos. Pasamos una piedra miliar que indicaba la distancia hacia diferentes pueblos y ciudades. Miré hacia atrás y la seguí contemplando hasta que desapareció tras una curva. Llevaba unos días tratando de calcular cuánta distancia había hasta casa y el tiempo que tardaría en volver cuando quisiera regresar. ¿Serían tres días? ¿Cuatro? Estaba seguro de que, si decidía regresar, lo iba a tener que hacer en solitario. Mika solo parecía pensar en seguir adelante. Me autoconvencí de que tampoco podíamos alejarnos más allá del océano Atlántico. Intenté no pensar más en ello y poco a poco mi miedo a encontrarme solo y perdido en un país desconocido se fue difuminando al igual que lo hacían los kilómetros bajo nuestras ruedas.
Habíamos pasado por zonas que eran mayoritariamente agrícolas. Había gallineros, huertos y frutales en cualquier rincón. Estaba maravillado ante tanta exuberancia. Las personas que residían en los pueblos estaban provistas de casi todo. A pesar de ello no paraban de hablarnos de lo pobres que eran y de que la riqueza se hallaba en las ciudades o en España; un planteamiento que no era capaz de compartir.
—Bueno, pero la verdad es que tampoco es tan difícil entenderles como creía. Sobre todo, cuando hablan despacio. Igual con lo del você pasa como con el “vos” que usáis en Argentina. —Apreté los dientes y pedaleé con todas mis fuerzas para volver a ponerme a la altura de Mika.
Me había fijado en que incluso parecía haber algunas reglas generales, como por ejemplo que muchas palabras que en español empezaban con hache habían mantenido la efe en portugués; o que las terminaciones -era/-ero solían convertirse en -eira/-eiro. Sabiendo eso; palabras como figueira, ferreiro o filho eran fáciles de comprender. Más dificultad me causaba intentar averiguar qué significaban unos carteles que se repetían casi en cada bar con el que nos cruzábamos y que anunciaban algo llamado “Frango frito”, pero no quise preguntárselo a Mika porque me daba vergüenza.
—Sí, sí, debe ser eso. Sabés, cuando no conocés la forma de hablar de un lugar, a veces cometés errores que te pueden traer problemas. Las palabras significan cosas muy distintas dependiendo del país en el que estés.
—¿Qué tipo de problemas? —Me había picado la curiosidad.
—Mirá, por ejemplo, vos sabés que yo le digo loco a todo el mundo. En Argentina nunca tuve ningún problema con eso. —Levantó la mirada, me pareció ver como una breve sonrisa cruzó su rostro iluminado—. En cambio, cuando crucé Bolivia, un día entré en un cibercafé de un pueblo para escribirle a mi madre. La dueña quiso cerrar el local cuando apenas me faltaban cinco minutos para terminar. Y entonces le dije: "¡Loca! Dejame un poco más por favor, lo necesito".
Mika paró de hablar y me miró como esperando a que dijera algo.
—¿Y qué pasó?
—¿Te podés creer que llamó a la policía?
—Vaya, ¿por qué?
—Se ve que en esa región se les llama locas a las prostitutas. Se lo tomó como un insulto, o quizá creyó que quería coger con ella, no lo sé. —No logré evitar reírme al imaginarme la situación—. Sabés, además mucha gente de los pueblos por los que pasábamos nos llamaba gringos. Cuando les decíamos que no, que eramos argentinos, no nos creían a pesar de que Argentina solo estaba a unos cientos de kilómetros. “Vos no me engañás, vos sos gringo” me decían.
De pronto, tras cruzar una curva, la carretera dejó de ascender.
—Mira, ¡parece que por fin hemos llegado al final del puerto! —exclamé.
Era cierto, a un lado de la carretera había una especie de restaurante y mirador en cuyo aparcamiento estaban casi la mitad de los coches que nos habían adelantado antes. A ambos lados de la cresta se extendían valles extensos escasamente arbolados y cortados por carreteras sinuosas. Tuve la sospecha de que no hacía muchos años que había pasado un incendio por allí; puesto que, a lo lejos, se veía una línea abrupta que partía la montaña en dos y que daba paso a un bosque verde y espeso. También se veían algunas manchas blancas en el fondo de los valles que debían ser poblaciones y a las que no tardaríamos en llegar a la velocidad con la habíamos comenzado a descender la montaña. Terrazas repartidas por las laderas y pequeños edificios pastoriles en ruinas revelaban que hubo un día en el que esa zona no estaba tan abandonada por la mano del hombre como parecía.