Un viajero errante

Destino Barcelona

—Entonces, ¿de verdad no te quieres venir conmigo a buscar trabajo en la vendimia, amigo?

La grave voz de Musa me saca de mi ensueño momentáneo. Estamos en una parada de autobús de un pueblo llamado Mollerusa esperando a que mi transporte se digne a llegar de una vez.

—No, lo siento. Tengo muchas ganas de conocer La Makabra, el circo ocupa que te conté que hay en Barcelona. Tal vez nos volvamos a ver después.

—Bueno, vale. Entonces, si me quieres hacer un favor, llévale esto a mi hermana que vive allá. —Me entrega una bolsa repleta de paraguayas y un papel con una dirección apuntada—. Ya le dije esta mañana que irías cuando la llamé, le gustan mucho.

—Vale, tranquilo, se los llevo. —Se escucha un sonoro resoplido que anuncia que mi transporte por fin se ha parado en la dársena al lado de la cual nos encontramos. Varios ancianos se levantan y comienzan a dirigirse hacia el vehículo. Las ruedas de sus maletas rebotan sobre el pavimento irregular. Alguien maldice en voz baja—. Bueno, creo que me toca irme ya. Encantado de haberte conocido.

—Lo mismo te digo, amigo.

Busco asiento, Musa aún me está mirando a través del cristal. Contemplo como se da la vuelta y desaparece entre la multitud. Tengo curiosidad por ver cómo será su hermana. Por lo que me ha contado, trabaja de interina para una familia adinerada. Según el papel que me ha dado Musa, vive en una calle llamada Avenida de Pedralbes, no sé qué esperarme bajo ese nombre. Me extraña un poco que me mande a conocerla así sin más. No es algo que me hubiera esperado de un musulmán.

El autobús arranca. He optado por no hacer autostop esta vez, estoy algo molido de las dos semanas que hemos estado trabajando en la cosecha y además tengo dinero más que suficiente ahora mismo como para no preocuparme por los quince euros que vale el billete. Al final llegamos a trabajar unas ciento treinta horas en total y ganamos más de setecientos euros cada uno. Aunque según el contrato, que no llegamos a firmar hasta esta mañana, solo hemos trabajado y ganado la mitad. El momento fuerte de la cosecha ha pasado y nuestro jefe nos dijo que no nos podía dar más trabajo ya; sin embargo, se quedó con nuestros números de contacto por si queríamos volver otro año. Me recordó que aún llevo mi móvil encima. No le hago mucho caso; hace semanas que lleva dando tumbos por mi mochila sin batería. Tampoco es que haya tenido un sitio donde cargarlo.

Por fin he encontrado la calle que me indicó Musa, llevo un rato andando por Barcelona, pues el metro que cogí al llegar a la estación de autobús no me dejó demasiado cerca de mi destino. Por lo que veo estoy en un barrio bastante pijo. Largas hileras de árboles se extienden a ambos lados de la carretera. Según avanzo, buscando el número indicado en el papel que llevo, me cruzo con lujosos edificios de pisos y chalés imponentes rodeados de piscinas y zonas verdes. Un grupo de hombres trajeados me miran con cara de disgusto; se ve que lo de encontrarse a un chico con una camiseta descolorida y mochila enorme como yo, no es algo que les suela pasar todos los días. Con un impulso repentino levanto la mano como si fuera a saludarles. Todos se giran y me dan la espalda. ¡Creídos!

He llegado al número indicado en el papel de Musa; es una gran casa adosada con jardín y piscina propia. No me sorprende. Supongo que para poder permitirte contratar una interna debes estar forrado de pasta.

Llamo al timbre de la puerta del jardín. Espero no equivocarme. ¿Y si en vez de la hermana de Musa me abre algún pijo desconocido? «Lo siento señor, solo pasaba por aquí, espero no haberle molestado». Intento buscar alguna escusa convincente por si acaso.

—¿Hola? —se escucha una voz grave de mujer por el interfono.

—¡Hola! Soy Markus, el amigo de Musa.

—Ah, vale, vale. Pasa, que ya bajo.

Suena el zumbido del portero automático. Empujo el portón metálico y comienzo a cruzar el jardín dubitativo. La puerta del edificio se abre y una mujer rolliza y bajita de unos cuarenta años aparece en el umbral. Tiene la misma cara que Musa.

—¡Hola! Pasa, pasa.

—Gracias, pero la verdad es que no tengo mucho tiempo. Solo he venido a traerte lo que Musa me dio.

—Pasa amigo, no debes tener vergüenza. Los jefes están de vacaciones en los Pirineos. Pasa y te tomas un té.

—Bueno, vale.

Me siento sobre un sofá de piel blanca. La hermana de Musa ha desaparecido tras alguna puerta. Todo a mi alrededor está impoluto y rezuma lujo y ostentación. La mesa reposa sobre cuatro patas de madera tallada y es de cristal transparente; al igual que las vitrinas de las paredes tras las cuales se pueden contemplar los intricados dibujos que decoran diversas piezas de cerámica. En la pared de enfrente hay un televisor enorme, detrás de mí, un cuadro con paisajes campesinos. Todo está tan limpio y cargado de trastos que me siento incómodo a más no poder. El polvo acumulado en mis zapatos y mi mochila parece el doble de visible que hace un rato. Espero no ensuciar nada ni tropezarme con alguna pieza de la decoración sin querer. Me pregunto cuánto tiempo llevará mantener esto limpio, no envidio a los empleados del hogar. Después de llevar dos semanas durmiendo en una nave abandonada resulta un poco surrealista encontrarme ahora en un sitio así, una muestra perfecta de la desigualdad que reina en el mundo.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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