Un viajero errante

Andando sobre las nubes

Recuerdo que poco a poco el lugar del rainbow se fue poblando. Los primeros días la gente llegaba a cuentagotas, cruzaban el río en parejas, despacio, tímidos, temiendo haberse equivocado de destino; pero pronto hubo un verdadero torrente de caras nuevas rondando por doquier que se escuchaba a kilómetros de distancia. Imposible de pasar por alto. También me estaba dando cuenta de que este rainbow era bastante diferente del que había estado en el sur. La gente era más sucia, ruidosa, más dormilona durante el día y más activa durante la noche. Y al otro lado del río, allá donde aparcaban los últimos coches fuera del recinto oficial, a menudo se juntaba una tropa de tamaño no menospreciable y corría el rumor de que entre ellos los porros volaban de mano en mano a una velocidad endiablada.

Nosotros habíamos formado nuestro propio pequeño grupito: Mika, Althea, Amelie y yo. Nos pasábamos el día colaborando en cocina, participando en alguno de los talleres o yendo a “reciclar” comida a alguno de los contenedores de supermercados cercanos. También he de decir que pasaba bastante rato solo, ensayando los trucos de malabares que me había enseñado Mika y que cada vez me salían mejor. Un día volvía de darme un chapuzón mañanero en el río cuando ya de lejos vi a Mika haciéndome señas con la mano.

—¡Che! No te lo vas a creer, pero al final podemos ir a trabajar a la fruta como querías, y a Francia, que seguro que pagan mucho más, ¿verdad Amelie?

—Sí, mi padre tiene granja de ¿cómo se dice? ¿Aprikote?

—¿Albaricoque?

—Sí, esa.

—Mirá. Después del rainbow agarramos la bici y vamos para allá, y hacemos un montón de plata y después vamos donde queramos. ¿Qué te parece? E igual hasta...

—No, no —lo interrumpió Amelie—. Después del rainbow ya es tarde. Ya es acabando la temporada ahora. Tiene que ser año que viene.

—Ah. Vaya —se lamentó Mika—. Entonces no nos sirve para nada. No creo que estemos por acá cerca el año que viene.

Yo no tenía la misma opinión. Pensaba que igual yo sí estaría cerca al año siguiente, pero no lo expresé en voz alta.

Esa misma tarde me fui a dar una vuelta en bici hasta el pueblo. Solo, pues Mika participaba en un taller de yoga junto con Althea. Por el camino de vuelta vi algo raro ya desde lejos, cuando aún no había perdido ni siquiera las últimas casas del pueblo de vista. Había unos bultos extraños sobre el asfalto, allá donde la última carretera terminaba y daba paso a un camino de tierra y a varios senderos que serpenteaban entre los pinos y plantaciones de maíz y hortalizas. Los perdí de vista en un recodo de la carretera, pero pronto comencé a escuchar ruidos extraños. Risas, voces, trozos de frases incomprensibles. De pronto vi un cuerpo tumbado encima del asfalto, como si alguien lo hubiera materializado allí por arte de magia. Tuve que frenar de forma tan brusca que por poco salí despedido de la bici, pero logré detenerme a centímetros de la cabeza. Era un chico. Clavó un par de ojos negros en mí por un instante. Luego estalló en carcajadas.

Tomé un par de respiraciones profundas tratando de bajar el ritmo de mi corazón que tamborileaba con fuerza dentro de mi pecho. El chico parecía haberse olvidado por completo de mi presencia. Señalaba algo situado en la copa de un pino y murmuraba cosas incomprensibles en voz baja. Alcé la vista y me di cuenta de que por los senderos de los alrededores había al menos cinco personas más dedicándose a las actividades más diversas. Algunos sentados entre la hierba seca, otros tumbados y abrazados entre ellos. Uno daba vueltas y vueltas al tronco de un árbol, primero en un sentido, luego hacia el contrario, como si estuviera encerrado en una habitación desconocida y buscando la puerta de salida en vano. Creí que nadie se daba cuenta de mi presencia hasta que me di la vuelta y vi a un hombre mirándome. Era mayor de rostro moreno y una larga melena encanecida que ya había visto por el rainbow. Estaba sentado al borde de la carretera, justo un par de metros antes del chico que seguía tumbado sobre el asfalto murmurando para sí mismo. Parecía estar vigilando por si por un extraño capricho del destino aparecía algún coche perdido por allá. Debí haberle pasado por alto durante mi loca frenada.

¡Boa tarde! —me saludó. Había algo diferente en él, me di cuenta de que era el único del grupo que no tenía las pupilas dilatadas. Añadió algo en un dialecto de portugués tan cerrado que no comprendí ni una palabra.

Sorry. Do you speak english? —pregunté—. ¿O español? —Comenzó a escupir un río de palabras incomprensibles en mi dirección. Estaba claro que el portugués era su único idioma—. ¿Qué les pasa? —pregunté señalando a los otros chicos mientras encogía los hombros aprovechando un momento de silencio.

¿Eh? ¡Ah! ¡Cogumelos! —aclaró.



#31581 en Otros
#2719 en No ficción
#4680 en Novela contemporánea

En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.