Un viajero errante

Bochorno

Me despierto con el chof chof continuo de las aspas de un pequeño ventilador que rompe el silencio de la tarde en la pequeña habitación que me dejó Alba. Hace un bochorno insoportable a pesar de que deben ser casi las cinco de la tarde ya. Las moscas lo saben, están posadas inmóviles sobre un armario de madera contrachapada y los cristales de las ventanas. Lejos de las cuatro telarañas del techo que contemplo con los ojos entreabiertos. Sus dueñas esperan con paciencia; negras, pequeñas, inmóviles y acurrucadas en una esquina. Parecen saber que tarde o temprano la vida volverá a este lugar y algún insecto despistado caerá en sus trampas. Mas todavía es pronto, siguen sumidos en el letargo de la siesta como el resto de los habitantes del bloque. Hasta Alba sigue dormida aún. Algo que no me extraña después de la intensa sesión de ensayos que realizamos esta mañana. No se escucha ni un alma. Chof, chof. bueno, se escucha mi ventilador; supongo que los de los vecinos son menos ruidosos. Es martes. ¿Martes?

¡Mierda! Me incorporo de un sobresalto. Acabo de recordar que hoy me toca darles clase a los chicos de La Makabra. ¿A qué hora habíamos quedado? ¿Habíamos quedado a alguna hora en concreto? Mis piernas chocan con algo duro. Una silla, la pequeña silla de madera que hay ante el escritorio. He tirado toda mi ropa por el suelo. Busco algo adecuado para vestirme entre el desorden desparramado por doquier. ¿Dónde están mis mallas amarillas? Allí, al lado de la ventana. Una vez vestido salgo como un rayo al pasillo. Alba me contempla desde el marco de la puerta de su habitación. Tiene entre sus manos un osito de peluche de color lila. Parece como si hubiera visto un fantasma en un sueño o algo así.

—Voy a La Makabra, he quedado con unos chicos para darles una clase de telas —aclaro.

—¿Eh? Ah, vale.

Antes de que pueda decir nada más ya estoy bajo la puerta que da a la calle.

—¡Luego nos vemos! —grito a modo de despedida, no alcanzo a escuchar la respuesta.

Al llegar a La Makabra descubro que el miedo a llegar tarde ha sido injustificado. La nave está casi vacía, solo hay un par de jóvenes conversando en una esquina entre sorbos a latas de bebidas isotónicas. Aún no hay ni rastro de mis alumnos. ¿O tal vez se han ido ya al no verme por allí? No, no creo. No con este calor insoportable. Llegarán cuando comience a refrescar. Estoy seguro. ¿Cómo se llamaban? Dani y Esther, creo. Y la que se parece a Kyra, Laura o algo así.

Trato de pensar cómo estructurar lo que voy a enseñar. No es que sea la primera vez que imparto una clase. Una vez sustituí a Teresa, mi profe de aéreos, cuando tuvo que ausentarse repentinamente una semana para ir a Madrid. Pero no es lo mismo, todos los del grupo ya nos habíamos acostumbrado a una rutina y nos sabíamos gran parte de lo que íbamos a hacer de memoria. Aquí tengo que montar algo de cero. ¿Qué hicimos con Teresa el primer día cuando aún no teníamos casi ni idea? Calentamiento bastante extenso y una toma de contacto básica con los aparatos medio jugando. Pero estos chicos ya han hecho telas alguna vez, o al menos eso decían, con una simple toma de contacto se aburrirán. Igual basta con pedirles que me enseñen un poco de lo que ya saben, pero el calentamiento sí, ese es importante. Por el rabillo del ojo veo como aparece el profe de mortales. Les dice algo a los chicos de las bebidas isotónicas y vuelve a desaparecer. Todavía ni rastro de mis alumnos.

Una hora después por fin se les escucha hablando por el pasillo. Aparecen uno tras otro en la sala, vestidos con mallas naranjas de cuerpo entero a juego. Al menos han pensado en ropa con la que no se quemarán. Laura me señala. Los otros dos giran la cabeza al unísono.

—¡Hola, Markus! —me saluda Esther.

—¡Hola, chicos! —Los jóvenes de las bebidas isotónicas estallan en carcajadas. ¿Se están riendo de nosotros? No, sería muy raro—. Venid, vamos a calentar un poco y empezamos.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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