Un viajero errante

170 Kilómetros

Llevaba rodando desde las ocho de la mañana. Cien kilómetros hasta Plasencia, setenta más hasta casa.

—Puedome trataba de autoconvencer.

Desde que había salido del rainbow, había recorrido casi ciento cincuenta kilómetros al día. Casi el doble de lo que avanzábamos cuando iba con Mika. Recuerdo vagamente subir un puerto eterno, kilómetros y kilómetros de sufrimiento, una cima que parecía inalcanzable y luego un descenso por el que volaba y que se acabó en un suspiro. Pueblos, muchos pueblos sin nombre. Una ciudad, Ciudad Rodrigo. Una bici pinchada a media mañana. Un mecánico de tractores que me regaló un parche gigante que tuve que recortar, después de media hora dando vueltas por un pueblo en el que solo había ancianos. Una costra que se formaba sobre la herida de mi rodilla y que luego volvió a estallar supurando un líquido denso y apestoso de color amarillento al que trataba de ignorar. Otra costra nueva que también estallaba después de un rato, y otra costra más.

Hacía calor, mucho calor. Circulaba a través de un horno en forma de vasta extensión de polvo, praderas secas sin apenas árboles y algunos pinares que aún se habían salvado de los incendios y en los que chisporroteaban las piñas resinosas al abrirse. De vez en cuando pasaba al lado de alguna higuera con brevas maduras que calmaban el hambre, pero no la sed. El agua de mi cantimplora parecía evaporarse incluso sin abrirla, aprovechaba cada fuente que me encontraba para beber y mojar un gorro que me encontré al salir de Portugal. Recordé que mi madre solía decir que había que tener cuidado en verano, que demasiado sol y calor pueden provocar delirios. ¿Estaba delirando ya? A veces no había fuentes y me tumbaba bajo el primer árbol que encontraba. Solo un rato, hasta que mi mente se aclaraba y volvía a montarme sobre mi bici. A veces tenía la sensación de que allá atrás, en la distancia, me seguían las sombras. Se burlaban de mí como un cazador esperando a su presa al acecho de que cayera rendido y tirara la toalla. Yo apretaba los dientes y seguía. No sabían de qué pasta estaba hecho. Trescientos, doscientos, ciento setenta kilómetros. Aunque pareciera un barco navegando a la deriva por el infierno, tenía un destino al que llegar. Cada vez estaba más cerca.

Tenía dinero para comprar, me quedaban unos noventa euros de lo que habíamos ido ganando con Mika por el camino; pero no me desviaba más de lo necesario y apenas había tiendas por los pueblos. Ni siquiera parecían pasar autobuses.

En algún momento, tras un recodo de la carretera, apareció Plasencia. Al principio pensé que solo se trataba de un espejismo. Solo un producto más de mi mente febril. Un montón de casas, naves y talleres salidos de un sueño. Pero no, era real. Se podía oler, tocar. Era un auténtico hormiguero que dormitaba bajo el intenso sol de media tarde esperando el fresco para volver a la vida. Paré en una fuente, tomé un trago y lo volví a escupir al instante del asco. Apestaba a cloro. Tenía sed, apenas había rehidratado mis labios acartonados. Tomé otro trago intentando ignorar las náuseas y mojé mi gorro y mi cabeza antes de seguir adelante.

Al cruzar el río Jerte me dieron ganas de bajar a bañarme, pero pronto se me pasaron al ver el aspecto turbio de las aguas y el pestazo a muerte que soltaba. En mitad de la corriente flotaba algo blanco, una bolsa de plástico. Seguí adelante. Sabía que pronto me cruzaría con ríos más limpios. También con fuentes de agua no tratada que provenía de la sierra.

La fuente la encontré rápido, apenas algo más de una hora después. El sitio para bañarme no. La mayoría de los lechos de río estaban secos o eran simples arroyos tan cubiertos de zarzas que era imposible acceder al agua. No quería desviarme demasiado de la carretera para que no se me hiciera de noche por el camino antes de llegar a casa. A pesar de ello, cuando por fin encontré una charca para bañarme situada a la sombra de unos alisos, me eché largo rato dentro del agua fría; hasta que comencé a tiritar y mis dedos comenzaron a arrugarse. Sentí un tirón en la rodilla. Salí del agua y me di cuenta de que la costra de mi herida había vuelto a despegarse. Por alguna razón parecía extenderse cada vez más a lo largo de mi pierna en vez de disminuir de tamaño. Juraba que tenía hinchazones y granos que supuraban pus donde antes no los había. Un par de ancianas vestidas con trajes de baño de colores chillones, que habían aparecido en algún momento, me dirigieron miradas llenas de asco y reproche. Traté de ignorarlas y seguí adelante. Me dije que mis heridas ya se volverían a secar de nuevo antes de llegar a casa. Faltaban más de tres horas para que se hiciera de noche y unos cincuenta kilómetros para llegar al pueblo donde vivía mi madre. Tenía tiempo de sobra, o eso creía.

Apenas diez minutos más tarde parecía que cada pedaleada que daba se volviera más pesada. Por más que pisara y pisara con todas mis fuerzas, cada vez avanzaba más lento. Al principio pensé que solo era imaginación mía, producto del cansancio; luego me di cuenta de que mi rueda trasera se estaba volviendo a desinflar. Debía estar pinchada de nuevo, o tal vez el parche gigante recortado que le había puesto el día anterior se había soltado. Acababa de pasar un pueblo poco antes de bañarme y no me apetecía volver atrás para no perder tiempo. Así que seguí adelante empujando mi bici. Se me ocurrió sacar un dedo a cada coche que pasaba por ver si alguno paraba, pero no tuve suerte. Solo me miraban con caras largas o apretaban el claxon al adelantarme como si fuera un bicho molesto que les estropeaba la contemplación del paisaje.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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