Un viajero errante

Cuando las decisiones las toman otros

—Oye, échate crema otra vez, así probamos si funciona —me indicó Noah.

Obediente rebañé la olla que me tendió y me unté las últimas costras y granos purulentos que aún medraban sobre mis codos y rodillas. Estaban remitiendo, aunque todavía me salía algún nuevo visitante inesperado y molesto cuando menos me lo esperaba. Me recordaba su presencia durante días no dejando de picar y volvía a desaparecer.

Esa misma mañana había vuelto a pasar por la finca de mi madre. Solo estaba Joshua en casa, el resto de mis hermanos estaban en la finca de Natanael. Cristina porque le gustaba quedarse allá a menudo. Timoteo e Ismael porque, según mi madre, Natanael les había dado trabajo. En cambio, había una pareja mayor que no conocía de visita en la finca. Debían ser nuevos en la zona.

—¿Qué tienes allí? ¿No serán ácaros? —preguntó la mujer desconocida.

—No creo, me caí de la bici en Portugal y luego tuve la mala idea de meterme en un Inipi.

—Yo creo que es un signo de desintoxicación —intervino mi madre—. Cuando nos alimentamos de cosas que no son sanas o combinamos mal los alimentos acumulamos toxinas y luego cuando un día estamos con las defensas bajas estas se liberan y pueden provocar fiebre o erupciones en la piel.

—Cuando vivíamos en Matavenero la gente siempre se cogía ácaros en los Inipis —volvió a decir la mujer apartándose un poco de mí. Recordaba haber escuchado algo sobre Matavenero alguna vez, era una comuna o algo parecido situada en León. ¿Me había hablado Celia de ella?

—Tiene más pinta de infección por estafilococos —observó el hombre que hasta ese momento había estado callado—. Cuando les entra suciedad a las heridas, a veces pasa.

—Bueno, pero una infección también puede ser síntoma de un cuerpo intoxicado. Los cuerpos sanos no se infectan. La pus es una forma de liberar toxinas.

—¡Mamá! ¡Qué no le pasa nada a mi alimentación! Yo como bien. Como vegetariano y casi todo de lo que cultivamos en la finca de Noah. Y hace un año que ni siquiera cocino la comida —Mi madre me echó una mirada de reproche—. Y cuando estaba de viaje, tampoco comía guarrerías, puedes creerme.

—Ya, pero igual haces mezclas malas como combinar legumbres con cereales, fruta dulce con sal, o fruta ácida o yogur con miel. Eso es casi tan tóxico como si comieras basura del supermercado. O a lo mejor has hecho un cambio demasiado de golpe en tus hábitos. Si llevas mucho tiempo comiendo mal, no puedes pasar a comer sano de golpe, tienes que desintoxicarte poco a poco para que tu cuerpo se acostumbre o puedes sufrir un shock o un bloqueo de las funciones del hígado.

—¡Mamá! Llevo más de cuatro años siendo vegetariano. ¿No crees que, si me hubiera dado algo así, lo hubiera notado antes?

—Ya, pero a veces los síntomas se manifiestan más tarde. Si quieres te dejo un libro para que tú mismo lo veas.

—Bueno, venga va —accedí a regañadientes. A veces discutir con mi madre me parecía tan absurdo como hacerlo con una pared. Era más fácil seguirle la corriente y luego pasar de todo.

Mi madre apareció con un pesado tocho bajo el brazo en el mismo instante en el que Natanael detuvo su coche al otro lado del arroyo por el que se cruzaba a nuestra finca. Bajé a saludar a mis hermanos. Los tres me abrazaron a la vez.

—¡Hola!

—¡Hola Markus! —contestó Natanael. Se había quedado un par de metros por detrás—. ¡Jo! ¡Cómo has crecido!

—Bueno, es normal.

—Estás en forma, eh. ¿No te interesaría un trabajito por casualidad?

—No sé —Estaba claro que me interesaba. Pero me olía por dónde iban los tiros y no sabía si quería trabajar para Natanael. Mucho menos que se creyera que lo necesitaba. Estaba sin un duro puesto que los noventa euros que me sobraron de mi viaje con Mika se me habían perdido por alguna parte.

—No es nada. Solo quiero hacer un chillout para poder cocinar fuera de casa en verano y una valla para delimitar el parking. Desde que construí el templo al lado de casa, cada vez viene más gente a visitarme y si no les pongo límites se me acabarán metiendo hasta en la cocina. El otro día me fui a duchar y se me había colado un niño. Estaba allí, sentado sobre mi taza del wáter. —Emitió una sonora carcajada que me pareció fingida—. ¿Te lo puedes creer?

—Vale, voy a ver si saco tiempo, pero cobro mínimo siete euros la hora. —Sabía que Natanael se había montado un negocio de construcción en el que contrataba a albañiles rumanos a cinco o incluso a cuatro con cincuenta la hora. Pasaba de dejarme explotar.

—Vale —accedió después de unos instantes—. A ver si pudieras venir mañana. El chillout me corre prisa. Lo otro puede esperar un poco más.

Creo que sí.

Natanael y yo nos marchamos casi al instante, él a su finca, yo de nuevo a casa de Noah.



#29014 en Otros
#2374 en No ficción
#4257 en Novela contemporánea

En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.