Un viajero errante

¿Ser o no ser normal?

Estábamos a mediados de octubre. Llevaba ya más de un mes yendo a clases de telas y trapecio con Teresa. También me había apuntado a Aikido, puesto que el profesor me dejaba intercambiar las clases por echarle una mano en su finca una vez al mes. Tenía un calendario bastante más ajetreado que antes. Noah a veces ponía caras largas cuando me bajaba al pueblo por las tardes, pero no decía nada. En mi opinión tampoco se podía quejar. Después de acabar el trabajo con Natanael, nos habíamos puesto ambos a poner la finca de Noah patas arriba, habíamos desbrozado cinco hectáreas alrededor y habíamos plantado dos docenas de manzanos y nogales en un terreno antes yermo, cubierto de tocones de robles caídos por el viento, jaras y retamas. Tal como había pensado, las hijas de Noah al final no quisieron ir al sur con él, por lo que decidió aplazar su viaje para la primavera o el próximo verano y limitarse a servir a los clientes que ya tenía. Igual también contribuyó el hecho de que una clienta pidió ochenta cremas de golpe por correo, con lo que Noah recuperó al menos parte de lo invertido y ya no estaba tan mal económicamente. El otoño trajo tiempo templado y húmedo. Los bosques estaban repletos de amanitas cesáreas, boletos y otras setas. Entre eso y el hecho de que habíamos dedicado gran parte del final del verano a recoger y secar manzanas, peras, higos, uvas e incluso a hacer vino, no nos faltaba casi de nada.

Teresa resultó ser una mujer de unos treinta y cinco años, risueña y atlética. Según lo que contaba, había empezado a estudiar ballet de pequeña. Luego le pegaron un tiro en la pierna en una protesta estudiantil y lo tuvo que dejar. Acabó aprendiendo aéreos y trabajando en un pequeño circo italiano cuando se rehabilitó. Después había sido profesora de una escuela de circo en Madrid durante años. Cuando tuvo una hija, dado que no quería tener que criarla en una ciudad, se decidió a buscar fortuna por el mundo rural. Después de dar vueltas por algún tiempo, acabó en nuestro pueblo.

Al principio éramos siete en clase: Yo, la compañera de piso de Teresa, dos chavales jóvenes que no paraban de hacer trastadas, un tío mayor del pueblo que tendría unos cuarenta y cinco años y dos hermanas de quince y diecisiete años que habían hecho gimnasia rítmica, pero que apenas se esforzaban en clase y siempre se quejaban. Tenía la sospecha de que estas últimas solo venían porque su madre se empeñaba en que lo hicieran. Un par de semanas después, tal como había insinuado Francisca, se nos unió Kyra.

Teresa decía que yo tenía talento. No sabía si era verdad o no, pero de todo el grupo era quizá el único que hacía un progreso apreciable cada día. Supongo que se debía al hecho de haberme pasado años haciendo yoga y subiendo a los árboles como un mono, sumado a que me había comprado una tela propia y muchas veces practicaba en casa cuando sacaba un rato libre.

En clase era consciente de que los ojos profundos de Kyra me seguían. O tal vez me miraran todos los presentes, no lo sé, pero mi mirada no se cruzaba tanto con la de ellos como lo hacía con la de Kyra. ¿O a lo mejor era yo quien la buscaba? Difícil de juzgar. A veces pillaba uno de sus vistazos fugaces y sentía algo extraño en el estómago, como si se hubiera formado un vació allá adentro y me faltara el aliento. Entonces desviaba los ojos como un rayo hasta que eso se me pasaba. Después, a hurtadillas, volvía a contemplar su larga melena castaña, sus movimientos suaves y tranquilos, y su eterna sonrisa que alumbraba la sala más oscura. Seguía recordando lo que me dijo su madre meses antes. Aunque más que animarme a hablar con ella, me ponía más nervioso. Apenas cruzábamos palabras, las justas para mantener una conversación de cortesía.

Un jueves después de clase se me ocurrió enviarle un mensaje por Facebook desde el ordenador de Noah: «¡Hola! Quiero colgar las telas este sábado para entrenarme. ¿Te apuntas?» A pesar de que me esperaba la respuesta, casi pegué un salto del susto cuando sonó la notificación de que me había llegado un mensaje de vuelta media hora más tarde: «¡Holi! Sí, claro!!! Pero no sé, ¿dónde sería?» Tarde apenas unos segundos en responder: «Si quieres bajo a tu casa.» Ella seguía en línea. «Vale» contestó.

Cuando bajé a la finca de Francisca y Jesús, me quedé largo rato parado delante de la puerta de hierro oxidada por la que se entraba en la propiedad. Mi corazón galopaba dentro de mi pecho, a pesar de que no había hecho ningún esfuerzo. Apenas era consciente de lo que pasaba a mi alrededor.

—No es nada, respira —me dije en voz baja.

Olía a pinos, su fragancia resinosa me picaba en la nariz. Un caballo relinchó en alguna parte. Si los perros ladraban, revelarían mi presencia. Tenía que seguir antes de que alguien me descubriera y se pensara que era raro por quedarme contemplando los ombligos de venus que crecían entre los huecos de un muro de piedra.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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