Un viajero errante

La costumbre engaña

Esta mañana Alba me contó que iba a haber no sé qué protesta política. Igual por eso me he encontrado con que la nave de la Makabra está desierta. Ni siquiera están los típicos grupitos de break dance que tarde o temprano aparecen casi cualquier día. Me pregunto si mis alumnos vendrán. Han pasado casi veinte minutos de las seis de la tarde, la hora a la que acordamos quedar desde hace una semana, y aún ni rastro. ¿Habrán ido a la manifestación?

Una vez fui a una con Kyra, Jesús y Francisca. Pedíamos el cierre de la central nuclear de Almaraz. Éramos bastante gente. Una verdadera marea que se prolongaba cientos de metros por la carretera. Casi todos eran mayores, los jóvenes se podían contar con la palma de la mano.

Alguien había traído un micrófono. Varios portavoces de diversos grupos leyeron sus discursos. Incluso había ecologistas venidos desde Badajoz. Eran los que más voceaban de todos pidiendo el cambio energético y mejores proyectos para la protección de la fauna acuática. Según ellos el agua caliente que se vertía al río, después de refrigerar la central, causaba unos desequilibrios térmicos terribles a los ecosistemas de la zona, con lo que varias especies de peces estaban a punto extinguirse. Sonaban muy convincentes. Los admiraba hasta que a la vuelta los vi comiendo en un Mac Donald’s. Me acordé de que Noah se solía quejar de cosas parecidas. Por suerte, nosotros fuimos a comer paella a una finca.

Sigue sin aparecer nadie. Decido subirme a un trapecio un rato; a repasar posturas y arrojes que me enseñó Teresa hace tiempo. El tacto de la barra de metal se me hace cómodo, conocido. Por un instante creo sentir a mi antigua profesora aquí conmigo. Estamos en una de esas tantas noches de invierno en las que ella me enseñaba. Curiosamente también teníamos clases los martes y los jueves. Se escuchan pasos que se acercan y Kyra entra en la sala. Unos minutos tarde como casi siempre. Nuestras miradas se cruzan. No, no es Kyra. Es Laura.

—¡Hola!

—¡Hola! Pensé que no veníais ya.

—Siento haber tardado tanto. Es porque no tenía coche para venir porque Esther y Dani se fueron a la manifestación esa. —Agita la mano como quitándole importancia—. No sabes lo mal que van los buses hoy. Tenía miedo de llegar y que ya no estuvieras.

—Bueno, aquí sigo. Pero igual la próxima vez podríais avisarme unos días antes.

—Ya, lo siento —se vuelve a disculpar Laura—. Em…

—¿Qué pasa?

—No es nada, creo que ellos dos ya no volverán. La semana que viene se van de vacaciones.

—Ah, vaya.

—¡Pero yo sí quiero seguir, eh! —se apresura a añadir la chica. Comienza a enrollarse el cabello alrededor del dedo índice—. Si te interesa darme clases particulares, claro.

—Por mi vale, yo encantado.

—¡Genial!

—¿Quieres hacer algo hoy todavía, ya que estás aquí?

—¿De aéreos dices?

—Claro.

—No sé, estoy molida del camino. No sé si tengo fuerzas para subirme, prefiero, prefiero hacer otra cosa.

—Bueno, yo también estoy cansado ya. Si quieres podemos hacer unos estiramientos para coger flexibilidad y relajarnos un rato.

—Vale —murmura ella. Vuelve a toquetearse el cabello.

—¿Conoces el saludo al sol?

—¿Qué? ¿El qué?

—Es yoga, una secuencia de yoga —le explico—. Mira, te enseño los pasos. Espera, voy a buscar algo para colocar en el suelo.

—Vale.

Me doy una vuelta por la sala y regreso con dos colchonetas muy finas.

—A ver qué tal.

Me tumbo sobre una para comprobar su dureza y agarre. Laura me contempla. Cuando me mira así de medio lado, su parecido con Kyra es asombroso. Me sonríe, se ha dado cuenta de que la he mirado. Sonrío de vuelta. Voy a volver a incorporarme, pero la chica se me echa encima y me lo impide. Pierdo el equilibrio y caigo hacia atrás. Escucho como las manos de Laura impactan sobre la colchoneta justo al lado de mis orejas. Sus labios rozan los míos. Están húmedos y saben a chicle de cerezas. Le devuelvo el beso por instinto. Se aprieta contra mí con más fuerza. Una mano sube por mi espalda como un ratón en busca del queso escondido y me baja las mangas de mis mallas. Miro a la chica a los ojos. Son de un azul claro y brillante, no marrones.

—¡Qué haces? —murmuro temblando—. Para.

Me vuelve a besar. La empujo para quitármela de encima y me incorporo.

—¿Eh? ¡Tío! ¿Qué mosca te ha picado?

—Lo, lo siento. ¿Pero qué haces?

Me mira boquiabierta.

—¿Eres retrasado o qué? Liarme contigo. ¿No es obvio? No me digas que no te molo. He visto cómo me mirabas todos estos días.

—¿Qué? —De pronto tengo aún más calor que antes, espero no ponerme rojo como un tomate—. Creo, creo que ha habido un malentendido. Lo siento.

Me vuelve a mirar con sus dos enormes ojos de sardina sin moverse del sitio. Bajo la mirada. Se precipita hacia mí y me tumba de nuevo del ímpetu que lleva.



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En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

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