Un viajero errante

Los ojos del desierto

Me arrastraba sin rumbo a través del vacío. Mis piernas eran duros y pesados bloques de adobe. Cocidos bajo el despiadado sol de la tarde. ¿Dónde estaba? No lo sabía. Solo recordaba vagamente que me había levantado aún de noche, puesto que los ladridos que provenían de algún chalé de las afueras de Guadalajara no me dejaban dormir. Me había vuelto a echar en la cuneta de una pequeña carretera comarcal exhausto, unos kilómetros más adelante, hasta que el pitido de un claxon me despertó a primera hora de la mañana. Me había frotado las legañas de los ojos antes de ponerme en camino de nuevo, hacia los primeros rayos de sol, escapando de las sombras difusas que me seguían.

Y allí seguía cuando alcancé al sol y todo comenzó a hervir a mi alrededor. Habían pasado algunos coches, pero nadie se dignó a parar. Y allí seguía cuando el sol ya hacía rato que había quedado a mis espaldas y me echaba sus rayos asesinos en la nuca desnuda. El asfalto ardía y chisporroteaba bajo mis pies. Tenía la lengua seca y acartonada, pegada al paladar. Hacía rato que había exprimido las últimas gotas de mi botella. Pasé varios pueblos fantasmales. Nadie por las calles. Solo algunas cortinas que se movían y tras las que me contemplaban ojos curiosos, pero asustadizos y distantes; algún tractor labrando y llenando de polvo el horizonte, y de vez en cuando alguna fuente. Había retorcido los grifos chirriantes a más no poder, pero de allí no salía ni una gota del ansiado líquido.

Seguí adelante. Hacía rato que las imágenes habían dejado de bailar por mi cabeza y solo quedaba un sordo y blanco vacío. Ante mis ojos se formaban charcos sobre el asfalto. Allá a lo lejos, siempre a lo lejos, por más que corriera nunca se acercaban. Solo eran un engaño. Allí no había nada, tampoco vida. Vastas llanuras de polvo se extendían hacia todos lados. También campos de cereales secos. De vez en cuando había alguna fila de chopos u otros árboles marcando el curso de un río. Siempre estaban lejos de la carretera, nunca mitigaban el calor bajo sus copas. Me acerqué a una; solo para descubrir que, si alguna vez hubo agua, esta ahora corría metros bajo tierra. Decepcionado volví a la carretera. Las sombras seguían al acecho en la distancia; escondidas entre el polvo y las briznas de hierba. Esperando a que se me acabaran las fuerzas y me tropezara. No tenían prisa. Apreté el paso. Tenía que llegar a alguna parte. Allí, hacia el horizonte. Allá donde los molinos, petrificados como inmensas estatuas quijotescas, intentaban atrapar ráfagas de viento inexistentes. Hace siglos molían grano, ahora producían electricidad, pero nada había cambiado, ¿o sí? Allá seguro que había gente. Comencé a correr.

Cien metros más adelante me apoyé sobre el quitamiedos de la carretera tratando de coger aire de forma desesperada con cortas y rápidas bocanadas. El horizonte seguía igual de lejos que siempre. Un coche pasó a mi lado como una flecha borrosa. Pronto lo perdí de vista. Comencé a arrastrarme con paso lento tras la estela de humo que había dejado.

En algún momento la carretera por la que iba se juntó con otra más grande. En ella me cruzaba con bastantes más coches que antes, también con algún camión, pero tampoco paraban. A lo lejos vi un puente. Me arrastré hacia él como una tortuga. Quería ir más deprisa, pero no me quedaban fuerzas. Corrí los últimos diez metros y me subí al bordillo de hormigón con el corazón retumbando fuerte dentro de mi pecho.

Había unos quince metros de caída. En el fondo solo piedras e hierbas secas. Ni una gota de agua a la vista. Desilusionado seguí de pie sobre el borde. Contemplando las sombras proyectadas por el muro. Quietas, frescas, acogedoras. Me sonrieron.

—Por fin nos hemos encontrado —decían—. Anda, ¡ven! ¡Tírate! Aquí entre nosotras podrás descansar.

Me arrimé más cerca al abismo. Una repentina ráfaga de viento me golpeó el rostro. Un coche pitó a mis espaldas.

—No —susurré. Sabía que era una trampa.

—¿Y a dónde vas a ir? —preguntaron las sombras—. Estás a punto de caerte desmayado de todas formas. Salta, y nunca volverás a pasar sed ni hambre.

—No lo sé —dije, era inquietante saber que quizás tuvieran razón.

—Mira todos esos coches que pasan —dijeron las sombras—. A nadie le importas. Nadie va a quererte nunca, eres un bicho raro. No tienes nada para dar. Solo puedes hacer daño a todo aquel que se te acerque e intente preocuparse por ti. Abandonaste a tu madre, sola en su finca, aunque sabías que te quería; solo porque eres incapaz de aguantarla. Abandonaste a Noah, a Mika, a Celia, a Kyra.

—¡Callad! —sollocé. Sin darme cuenta me había acercado aún más al borde. Retrocedí asustado balanceándome peligrosamente.

—¡Va! ¡Salta de una vez! —exclamaron las sombras enfadadas—. ¿Qué vas a hacer? Noah tenía razón. Eres incapaz de buscarte un trabajo para sobrevivir en esta sociedad por ti mismo. No eres nada. Ni siquiera te queda un duro.



#29011 en Otros
#2374 en No ficción
#4256 en Novela contemporánea

En el texto hay: realismo, autostop, mochilero

Editado: 31.10.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.