Ese día decidí tomármelo para mí. Tomé mi silla de playa y metí en mi bolso una botella de agua, unas frutas, mi libro, un suéter y salí.
El verano en North Berwick era particular como todo verano en el Reino Unido.
El cielo estaba nublado, aunque de vez en vez se podían ver algunos rayos de sol que escapaban rebeldes reclamando que era verano y ellos tenían derecho a salir, a pesar de eso la temperatura estaba agradable.
Me quedaban cuatro días para ir a cumplir mi sueño.
Empezaba mi máster en restauración de obras de arte en la Universidad de Dublín. Mi máster que tanto me había costado para que me aceptaran. Pero cuando entré, me ofrecieron una beca para la matrícula y no había nada en el mundo que me detuviera.
Sentía que mi vida al fin tenía sentido. No solo cumplía mi sueño, sino que lo hacía con mis propias manos.
Había ahorrado por casi cuatro años hasta el último centavo y sobrevivido gracias a la caridad de Day-day.
Mi amiga de la infancia, Daisy había heredado un piso y me había ofrecido mudarme con ella sin tener que pagarle, con la única condición de que por lo menos una vez a la semana le hiciera la deliciosa lasaña de mi abuela, lo que me pareció un precio más que justo.
Cuatro años después, cada domingo las dos nos sentábamos en la mesa –a veces con acompañantes, a veces solas–, a disfrutar de la lasaña.
Busqué un punto tranquilo de la playa, ese día quería que fuese mío, el menos en el día, en la noche saldría con mi mamá y la tía Sage a comer y al otro día me quedaban las despedidas. Una cena que me había ofrecido mi mamá con sus amigas de su club de lectura, lo que yo sabía se convertiría en la discusión monumental del año con mi mamá aún pidiéndome que le explicara cómo era más importante un máster en restauración, que casarme y tener familia, y con la tía Sage defendiéndome y diciéndole a mi mamá que se buscara su vida y dejara de vivir a través de la mía.
A esas alturas, ya las discusiones me divertían, a diferencia de unos años atrás cuando acababa de recibir mi grado en Artes donde mi mamá empezó su campaña de «voy a morir sin ser abuela.»
Cabía acotar que mi mamá solo tenía 55 años.
Pero luego de unos años me había reconciliado con su manera de pensar y hasta la entendía. Ella, hija única de una hija única, y con una hija única, a mi mamá le atormentaba la idea de quedarse sin familia y aún más con su única hija sin las más mínimas intenciones de formar una, es más, de tener pareja... estable al menos.
Desde hacía unos años atrás había adoptado la estrategia de algunos hombres, mejor tener aventuras divertidas que una relación estable con preocupaciones.
Infidelidad, rutina, aburrimiento, tristezas... no, no, no. Eso no era para mí, lo mío era la libertad y mi única preocupación era ser contratada como restauradora en algún museo importante, en Edimburgo preferiblemente para no estar tan lejos de mí mamá y dentro de todo, de la playa, así fuese helada y gris. El olor a mar y la brisa me sabían a libertad sin contar con que a mí me gustaba mi pequeña ciudad, ella me había dado mi pequeña familia, a mis amigos y muchas, pero muchas alegrías.
Sentí los rayos de sol rebelarse otra vez en contra de las nubes. Tomé un sorbo de agua, saqué una manzana y mi libro.
Nada como una novela romántica para relajarse frente al mar.
El sonido de mi teléfono me sacó de concentración después de no sé cuantas páginas.
Miré la pantalla. Sonreí.
Mi madre. La pobre quería compartir conmigo cada segundo de mis últimos días en el pueblo, conmigo.
*¿Eli, dónde estás?
*Estoy en la playa má, y antes de que me lo preguntes, sí, tengo puesto un suéter, –no tenía por qué explicarle que era un suéter ligero–, y también traje una manta.
Escribiendo...
Escribiendo...
Escribiendo...
Con mi mamá era siempre igual, el móvil podía señalarme por media hora que estaba escribiendo para luego contestarme con un monosílabo. Podía tomar una siesta, despertarme, ver la pantalla y me mostraría el mismo mensaje.
*¿Exactamente?
Voilà. No era un monosílabo, pero...
*Al frente del restaurante de fish and ships del Sr. McKinean.
Escribiendo...
Escribiendo...
Escribiendo...
*Ok.
Monosílabo. Reí.
No iba a decir que iba a extrañar los mensajes porque conociéndola, los primeros días me iba a escribir varias veces por día.
Miré a mi derecha. Un grupo de chicas y chicos jugaban voleibol a unos metros de distancia, tenían mantas en la arena con comidas y bebidas.
Sus gritos y risas se escuchaban a los lejos como un susurro.
De repente a mi izquierda vi un movimiento por el rabillo del ojo, alguien se acercaba. Bajé mi mirada y me di cuenta de que un balón de fútbol venía a toda velocidad en mi dirección. No me iba a pegar, pero estaba bastante cerca. Estiré mi pierna y atraje el balón hacia mí, la figura de un hombre se hizo nítida.
—Elina ¿quién iba a creerlo?, —Su rostro era de sorpresa, incredulidad y picardía. Miró a sus espaldas como buscando a alguien, pero en dos segundos me miraba de nuevo y sonreía.
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Editado: 16.05.2024