Una carta al amor

Capítulo 5. Otro accidente

Paz Ramírez 

—Chicas, estoy desesperada —digo apenas llego a la oficina y mostrar mi rostro de desesperación a mis compañeras.

—¿Qué sucedió? —pregunta Nikole bajando su taza de café en su mesa. Mientras yo me desplomo en mi silla.

—La carta, la carta —repito queriendo llorar.

—¿Qué carta, cual Carta? —pregunta Atenea preocupada.

—Estaba escribiendo una carta y ayer en la tarde choqué con una persona aquí en el lobby, mis cosas y sus cosas volaron por todo el piso y al parecer hubo una confusión y él se llevó mi carta entre sus cosas.

Tanto Nikole como Atenea no puede evitar soltar tremenda carcajada.

—¿Qué es lo que les causa risa? Es una desgracia lo que me sucedió.

—A ver, a ver —Nikole intenta hablar sujetando su abdomen de tanto reír.

—Primero, ¿Qué decía tu dichosa carta? Y segundo. ¿Quién era ese hombre? Si es un empleado de aquí puedes pedirle, tal vez ni se ha percatado de que tiene tu carta entre sus papeles.

—Primero, mi carta hablaba de Alessandro —digo con vergüenza y ellas ruedan los ojos. —Segundo, no puedo pedirle mi carta a ese hombre.

—¿Y eso por qué?

—Porque no fue un empleado de aquí con quién tuve el choque, fue con el hermano de Alessandro.

Ambas abren muy grande los ojos y luego como si le diera cuerda, vuelven a reír como loca.

—¿Chocaste con el buenorro, el abogado ese? Uff ese manjar de los dioses.

Ahora soy yo quien rueda los ojos al ver como se ríen de mi desgracia.

—¿Por qué no vas a buscar tu carta? — pregunta Atenea sin dejar de reír.

—¿Estas demente? ¿Quieres que me vaya a buscar una carta, en dónde, en el bufete del hombre más poderoso de Chicago? ¿Estas demente?

—Ay, ya, ya, no es para tanto Paz, de seguro el hombre encontró y lo botó a la basura, ¿Crees que le dará importancia a una tonta carta? ¿Cómo dices, al hombre más poderoso de Chicago? No, Paz, de seguro ni le importa, ni se dio cuenta ni nada de eso. Es ridículo.

Suspiro un poco más aliviada, sí Atenea tiene razón, es ilógico que Alvaro Cooper tome importancia a una estúpida carta, de seguro vio que era una estupidez y lo tiró a la basura.

—¿Y si es guapo como en las fotos? —pregunta Niloke moviendo sus cejas.

Yo ruedo los ojos negando. —No se compara a su hermano.

—Ay por favor, ya basta con tu tonto enamoramiento con el jefe. Dios Paz, ya supéralo.

—No puedo, es mi amor platónico, estoy enamorada —contesto colocándome mis audífonos para comenzar a atender a los clientes.

—Pero sí, si es guapo. Pero no tanto —contesto. La verdad tiene cierto parecido con Alessandro, pero no tan bello como él.

—Y es más alto —agrego.

—Buenos días, le saluda Paz Ramírez, ¿en que le ayudo?

Y así pasó todo mi día, trabajando y pensando en mi carta, tengo el estómago revuelto de los nervios. Ahora ya no se me va a ocurrir traer una de mis cartas a mi trabajo. Soy tan estúpida y despistada.

Al terminar la jornada mis compañeras me invitan a tomar algo. Yo niego, en primera no tomo y en segunda. Tengo que ir a la guardería del hospital, donde presto mis servicios voluntarios para los niños pequeños de las mamás que trabajan en el hospital en el turno de la noche. Una vez a la semana hago ese servicio social. Y debo decir que me encanta. Amo a los niños. Son lo mejor que pueden existir, amo sus ocurrencias, sus locuras. Sus dientitos pequeños y sus cariños cuando te abrazan y te llenan de besos.

—No vemos mañana —agito mis manos despidiéndome de las dos locas a quienes me he acostumbrado tanto. Sin ellas este trabajo sería monótono y aburrido.

Voy hasta la estación del autobús para tomar uno que me lleve hasta el hospital. Aún así debo caminar algunas cuadras para llegar luego de bajarme. Así que debo darme prisa, porque en una hora debo estar allí.

Mientras voy sentada en el autobús tomo mi cuaderno y comienzo a escribir de nuevo otra, pero ahora sin arrancar la hoja.

La segunda parada es la mía, así que guardo lo que estaba haciendo para esperar ya que falta poco para bajar.

Al llegar a mi parada bajo y comienzo a caminar. Ya está anocheciendo y comienza a hacer algo de frío aquí en Chicago. Se avecina el otoño y es mi época favorita. Giro en una esquina y me falta poco para llegar a mi destino cuando de pronto escucho un.

—Dig, no, no, detente —giro como en cámara lenta para ver un enorme perro abalanzarse sobre mi cuerpecito, tirándome al suelo. Pensé que mi vida terminaba ahí pero no fue así. El perro comenzó a llenarme de baba. Sí, comenzó a lamerme la cara.

—Dig, basta, ven aquí muchacho, deja a la señorita —su dueño lo jala para apartarlo de mí y poder liberarme de su gran perro.

—Ay Dios, ay Dios, creo estoy bien.

—Dame la mano, te ayudo —aun no puedo reaccionar y solo siento la mano de alguien tirar de mí para ponerme de pie.

—¿Estas bien? —pregunta.

—Sí, creo que sí —comienzo a sacudirme y levanto la mirada y palidezco al instante al saber de quién se trataba.

—¿Tú de nuevo? —ensancha su sonrisa de oreja a oreja.

—No puedo creer que en menos de 48 horas ya hemos tenido dos accidentes —dice sin borrar su sonrisa.

Y yo quiero que la tierra me trague y me escupa lejos. Álvaro Cooper de nuevo frente a mí. De pronto su perro ladra y saca la lengua.

—Aleja tu perro de mí, me va a comer —echa una carcajada.

—No, tranquila, le caes bien, si no fuera así, no te lamería, te hubiera comido viva.

—Ay Dios —exclamo.

—Por cierto, me llamo Álvaro, ¿Y tu? —extiende su mano y yo tiemblo debatiéndome en tomarlo o no.

—Paz, me llamo Paz —tartamudeo como tonta.

—Mucho gusto Paz. Y discúlpame por favor por esto. Mi perro no puede ver una mujer bonita.

Parpadeo sin poder creer lo que acaba de decir. Dijo, insinuó que soy bonita.




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