Una Deuda, Una Oportunidad De Encontrar El Amor

CAPITULO 1

Adela tuvo que contraer matrimonio como forma de pago de las deudas de su padre, firmó el contrato prenupcial sin oportunidad alguna de leerlo y con la premura del abogado que debía marcharse. No hubo ceremonia, vestido, ministro, y aun peor, no hubo presencia de un novio. Solo un contrato que decía que estaba aceptando los términos de la vida matrimonial, con reservas del derecho a bienes compartidos en caso de que se diera una separación.

A ella le encantaba su vida sencilla ayudando a su padre en la parcela de tierra que tenían y por medio de la cual se mantenían ella, su padre y su hermana menor Juliana. Era una vida de trabajo pero era su vida, no rendía cuentas a nadie, podía vagar libre por el campo cuando ya atardecía; había asistido a la escuela hasta graduarse en extraedad de la secundaria cuando cumplió los 19 años. 

Su único anhelo se esfumó con la muerte de su madre, un año antes de la graduación; entre el dolor y el asumir las tareas de su mamá descuidó su preparación académica y obtuvo un puntaje muy bajo en las  pruebas estandarizadas; con esos resultados se fueron todos los sueños de ingreso a la universidad pública o a una beca, porque entre la matrícula semestral y la manutención en la ciudad los costos eran un lujo exorbitante para una simple familia de campesinos. Y, como era una muchacha orgullosa, no lo volvió a intentar, el fracaso le daba tan duro como una bofetada.

Sin embargo, no dejó de leer e investigar apoyada en sus profesores de la escuela o la biblioteca que allí tenian, ya que el pueblo carecía de una; de manera qué se optimizara la poca producción de su tierra para gestar en su familia una forma de subsistencia holgada, renunciando a la miseria y la escasez a la que siempre estuvieron sometidos durante la administración de su progenitor. 

Aprendieron a vivir y a guardar, bueno, al menos eso pensaba ella. Según las cuentas de Adela, los excedentes de producción debían haber generado reservas monetarias para los tiempos de sequía, dinero que su padre debía guardar en la cuenta de ahorros. Después de muchos intentos de prueba y error, y cuando al fin pensó que lo estaba logrando llegó su gran sorpresa, el dinero había desaparecido; su padre nunca le informó qué había sucedido: los ahorros de dos años se esfumaron y él comenzó a endeudarse para saldar compromisos de dinero de los que Adela no tenía ninguna información. 

Por eso, a los 26 años de edad, debía marcharse a casa de su esposo, técnicamente había sido vendida como forma de pago. ¿Quién lo creería? ¿en pleno siglo XXI aun saldaban deudas con personas al viejo modo de la esclavitud?

Y lo peor era que ella no tenía una estúpida idea de a dónde había ido a parar todo el dinero que su padre había prestado y todo el que se suponía debía haber ahorrado.

Una y otra vez se repetía la misma frase en su mente “tanto trabajo para ser vendida”

Ella sabía que, según los estándares de la población del casco urbano de la vereda,  ya era una vieja para aspirar a casarse; aún peor, todos sus compañeros de clases eran hombres y siempre la vieron como uno de ellos, hasta la habían enseñado a pelear para poder formar equipos parejos cuando jugaban futbol y debían defender el honor del triunfo fuera de la cancha. Era que, como buenos futbolistas, no podían resignarse ante los agravios cometidos por los rivales en la cancha, desde ofenderlos por tener a una mujer en el equipo hasta justificar que ganaran por tener una mujer de jugadora y que por eso los rivales se portaban blandos en algunas jugadas.

Después de la graduación cada quien tomó su camino, muchos se casaron a los meses, y los que se fueron a estudiar ya no regresaron a esas tierras donde la ley funcionaba bajo la amenaza de los paracos y según los listados de limpieza social.

Salir del pueblo era difícil porque las oportunidades eran pocas, pero volver lo era aún más.

Las vacunas que su familia pagaba a las fuerzas revolucionarias eran en especies y nunca fueron excesivas, pero un día llegó el ejército y ambos bandos se llenaron de plomo en los montes. Al parecer el gobierno se había acordado de esa tierra de nadie y, desde entonces, ya no hubo paz, sino la incertidumbre de escuchar los disparos cuando jugaban a quién le daba más de bajas a quién.  Daba miedo que los enfrentamientos algún día llegaran cerca de un rancho o al  mismo pueblo con las famosas balas perdidas.

Adela, se subió a Jip después de abrazar a su hermana y despedirse de manos con su padre, quien en ningún momento le devolvió la mirada. Se prometió no llorar, aguantar el dolor por más que le rompiera el alma. La vida no siempre era justa, pero hasta el momento no había sido mala, y en medio del arduo trabajo y la pérdida de su madre, había aprendido a disfrutar al máximo los momentos de alegría, las risas, la comida en familia, la ventas en el pueblo y el recorrer los campos al atardecer. No iba a llorar para no deshonrarse a sí misma con el dolor. No lloraría. Y esa promesa la cumpliría a cualquier precio.

 




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