Una esposa para el señor dragón

Capítulo 10

Unas horas más tarde, la fiebre del abuelo seguía sin ceder. El médico se encontraba con él, mientras que el resto de la familia aguardaba con ansias en la sala. Ya nadie hablaba, la conversación había cesado hacía bastante, ahora todos estábamos sumidos en nuestra propia preocupación.

El abuelo lo era todo para nosotros, el eje alrededor del cual giraba la familia; pero aún más, era una pieza fundamental del reino. ¿Qué sería de Encenard sin su leal e inagotable mano derecha? Solo de pensarlo se me hundía el corazón.

—No seas fatalista, el señor Teodoro estará bien —susurró mi tía tomándome de la mano.

—Pero, ¿y si no es un catarro? Si es algo más grave y…

—No lo es. Tu abuelo es un hombre mayor y es normal que ciertas enfermedades resulten más duras en él que en otro, pero te aseguro que tu abuelo es duro como un árbol de nuestro bosque. Verás que nada le pasa —dijo guiñándome un ojo.

Asentí deseando con toda el alma que la tía Colette tuviera la razón.

—Los señores Kilmor —anunció el mayordomo sobresaltándonos a todos.

El corazón me subió a la garganta. Kilmor estaba aquí y aún no teníamos respuestas que darle. Ni siquiera había pensado en él en las últimas horas, toda mi energía había sido para pensar en el abuelo. Noté en la expresión de los mayores que ellos también habían olvidado que vendría.

—Hazlos pasar —dijo mi padre poniéndose de pie.

El señor Kilmor entró a la sala a paso firme, si era posible, me pareció aún más grande y siniestro que el día anterior. No era que su altura fuera descomunal, es decir, era alto, pero también lo eran los hombres de mi familia y el señor Kilmor no debía sacarles más que un par de centímetros. Sin embargo, su actitud déspota lo hacía ver enorme, como un gigante… no, como un dragón.

Detrás de Maxius venía Trenton. Si bien el parecido entre ambos era innegable, las facciones de su hermano eran decididamente menos severas, aún había humanidad en su rostro, probablemente el hecho de que ninguna cicatriz lo cruzara ayudaba a dar esa impresión de suavidad.

—Mucho he escuchado acerca de que la gente en Encenard envejece más lento que en otros reinos, pero, a menos de que además hayan aprendido a congelar el tiempo, dudo que alguno de ustedes sea Teodoro Schubert —dijo Maxius mirando a mi padre y a mi tío alternadamente.

—Me temo que mi padre se encuentra indispuesto, el médico está haciendo todo lo que puede por él mientras hablamos, pero yo soy Siegfried Schubert, el padre de Jaqueline, así que lo que sea que venga a tratar puede verlo conmigo.

Me erguí en mi lugar, preguntándome si debía levantarme yo también. Finalmente, iban a hablar de mí, ¿no debía hacerme presente de algún modo? Parecía incorrecto que se discutiera el resto de mi vida mientras yo me limitaba a escuchar.

La mano que mamá colocó sobre mi regazo discretamente resolvió mi predicamento. No necesitaban que yo interviniera. Me quedé sentada junto a ella, asiéndome de su mano con fuerza para darme ánimo.

—Bien, entonces asumo que, como el padre de la novia, usted sí está al tanto del trato al que llegué con el señor Teodoro —dijo Kilmor.

—Desgraciadamente no, mi padre no tuvo la atención de informarme de la comunicación que mantenía con usted. Su llegada ha sido una sorpresa para la familia —admitió papá tratando de no asomar ni un atisbo de debilidad en sus palabras.

—Debe ser una condenada broma —masculló Maxius con fastidio.

—Por favor, no hay necesidad de ponernos desagradables, en especial en presencia de damas —dijo papá en tono de amonestación—. Estoy seguro de que podemos aclarar este asunto de la mejor manera posible.

La tía Colette hizo una callada invitación para que tomaran asiento. Trenton le agradeció con una inclinación de cabeza y se sentó en la silla que tenía más próxima, sin embargo, Maxius y papá se quedaron de pie. Como dos gallos de pelea que no desean perder altura.

—¿No hay necesidad de ponernos desagradables? Señor Siegfried, mi hermano y yo viajamos durante dos días para llegar a Encenard; más aún, en camino vienen varias carretas con el oro que su padre demandó para la boda. He cumplido cada uno de los puntos para llevar a cabo el enlace y ahora que estoy aquí resulta que nadie sabe de la boda, como si yo me hubiera inventado todo. Por supuesto que tengo motivos para ponerme desagradable —rebatió Maxius con el ceño fruncido.

—Entiendo su molestia, yo mismo estoy muy desconcertado…

—¿Por qué? —preguntó el tío Quentin levantándose de su asiento. Su mirada inquisitiva recorría a Maxius de arriba abajo sin disimularlo—. Viajó kilómetros a un reino desconocido, traerá carretas llenas de oro y todo para casarse con una mujer que jamás ha visto. ¿Por qué? Debe haber un interés de por medio, no quiera hacernos creer que está enamorado de mi sobrina, pues desde que llegó no la ha mirado ni una sola vez.

—Eso es evidente, jamás aseguré estarlo —se defendió Maxius con una mueca displicente.

Apreté la mano de mamá con más fuerza, las mejillas me quemaban de vergüenza. Era bobo, sabía perfectamente que, lo que fuera que impulsara a Kilmor al matrimonio conmigo, no era amor; sin embargo, jamás sentaba bien que un hombre admitiera con tanta convicción que no estaba enamorado de ti.




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