Una madre sin esposo

I El tiempo vuela, como el viento

 

Randall tenía entonces treinta y siete años, había enviudado una década antes y a veces le parecía que en realidad había muerto diez años antes junto a Laura. ¿Cómo es que se le había ido una vida sin darse por enterado? Se miraba en el espejo todas las mañanas mientras cepillaba sus dientes, recortaba su barba de candado alrededor de los labios y peinaba su cabello, pero no supo en qué momento aparecieron las patas de gallo alrededor de los ojos, o la arruga alrededor de sus labios, mucho menos el momento en que su cabello comenzó a tener canas, y no una o dos, sino varias de manera salteada imposibilitando removerlas para controlar su crecimiento.

Las horas, los días, los años se fueron acumulando contra su voluntad y ahora tenía treinta y siete. Diez años sin Laura. La vida no debería haber seguido tras su muerte, pero lo hizo como burlándose de su pena. Y cuanto más pasaba el tiempo menos entendía el motivo de vivir.

            Se había vuelto un obsesivo del trabajo porque hacer negocios era lo único que podía calmar la sensación de vacío en su interior, no es que el trabajo llenara el agujero dentro de él, sino que resultaba un buen distractor. Fue así como comenzó con la rutina de su existencia: acumular dinero, invertir dinero, crear más, hacer más, tener más trabajo, más distracciones y continuar con el infinito y monótono circulo de su vida.

            Su desempeño en querer olvidarse de su propia existencia tuvo resultados: era el dueño de una empresa de transportes a nivel nacional, tenía una franquicia de refacciones y una línea de gasolineras; su economía distaba mucho de ser la del joven de veintisiete que apenas podía con los gastos del hospital. Eso era lo que más le asfixiaba de su actual situación: si tan solo Laura hubiese enfermado una década más tarde sus posibilidades de sobrevivir habrían sido mayores, con su dinero cualquier hospital estaría a su alcance y no habría tratamiento que fuera un limitante por el valor.

Ahora tenía cantidades absurdas en sus cuentas bancarias, pero no tenía a Laura.

            La vida se burlaba de él.

            Tal vez esa era la razón por la que su cuenta de banco era de tal magnitud, no gastaba su dinero, se dedicaba a invertirlo en nuevas obsesiones que mantuvieran su cabeza ocupada por algunos meses como lo fue la última gasolinera que inauguró, pero no gastaba el dinero en sí mismo. Tenía las mismas dos docenas de camisas de vestir de hace cinco años, los mismos zapatos de marca de hace cuatro y el mismo carro de ocho años atrás.

            El único momento de su vida en que usó su propio dinero por placer fue cuando construyó la casa con la que soñaba Laura, pero apenas y estaba amueblada. Solo tenía los sillones viejos de la sala; el comedor con dos sillas que nadie usaba; los electrodomésticos de la cocina que le pidió Dolores, la señora de la limpieza; los libreros de madera que mandó instalar en la biblioteca para llevar los libros que alguna vez compartieron Laura y él; además de los muebles de su habitación, pero el resto de la casa estaba vacío.

            Diez años han pasado, se dijo mirándose en el espejo del baño sintiendo que era el mismo hombre desde la muerte de ella y al mismo tiempo que era otro, un hombre consumido por el dolor de la pérdida.

            ¿Para qué? Se preguntaba diario y la respuesta no llegaba por más que imploraba por una.

                       

Clare estaba jugando a las muñecas en la habitación de los niños, mientras el pequeño Leo estaba jugando con su conejo. Un conejo. Gigante y peludo que saltaba por toda la casa. Elena estaba tan cansada que pretendía ignorar el desorden en la cocina, en los pasillos, sobre los muebles de madera y del jardín. Lo más sencillo era fingir demencia ante el desastre del hogar.

Se convencía que lo importante era mantener esas risas infantiles en la casa. Así había sido y así seguiría siendo. Ser madre le gustaba, le gustaba mucho, le gustaba tanto que debía repetírselo a diario para no perder la cabeza.

Tenía veintisiete años, un niño de diez, una pequeña de cuatro años y un divorcio. El jardín aun tenía los globos de la fiesta infantil desinflados y colgando del árbol, sobre la mesa estaban las calificaciones excelentes de su hijo mayor, en el teléfono los mensajes de su exmarido juzgándola por alguna tontería de su vida. Miró hacia la ventana donde los globos desinflados colgaban, cada día se decía que los quitaría al siguiente y al siguiente y al siguiente y ahora seguían ahí, tostándose bajo los rayos del sol, arruinando el jardín ya de por sí descuidado.

Ser madre soltera no era el plan, ser madre antes de los veinte no era el plan, criar a dos niños sola no era el plan, haber conseguido el divorcio sin que él diera pelea no era el plan, recibir una pensión como único contacto con su ex no era el plan, tampoco lo fue que no apareciera para el nacimiento de su segundo bebé o que desapareciera cuando ella regresó a casa con la pequeña Clare. Su vida no era el plan.

Y debía decirse que le gustaba esa vida, le gustaba mucho, aunque ahora estuviera acostada en el sofá, intentando descansar un poco con el antebrazo sobre sus ojos. Tenía una hermosa familia, a su manera, y le gustaba, amaba a esos pequeños.

—¿Quieres comer, mami?

Leonardo se acercó a ella, dejando el conejo peludo y pesado sobre el estómago de su madre e hincándose para quedar a la altura de su cabeza. Elena giro el rostro para ver esos ojos azules que le miraban con cariño.




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