★Amelia
Me llamo Amelia. Tengo cinco años y medio. Papá siempre dice que los “medios” no cuentan, que los cumpleaños solo se celebran cuando cumples números enteros. Pero yo digo que sí cuentan, porque un medio es como un secreto que te hace más grande que los demás niños de cinco.
Antes yo tenía una mamá, pero un día se fue. Papá dice que “nos dejó”. Yo no entiendo bien, porque yo la vi desde la ventana abrazando a otro señor. No era un abrazo como el que me da la abuela ni como los que yo le doy a mis ositos, era distinto, como cuando las princesas encuentran a un príncipe y se quedan pegados para siempre. Seguro jugaban a las princesas, pero papá no quiso jugar y después gritó mucho. Desde ese día, mamá no volvió.
Papá se quedó con cara de piedra.
Él se llama Daniel, pero yo le digo “papi Dani” cuando quiero que se ría un poquito. Aunque casi nunca sonríe. Siempre anda con trajes grises, corbatas azules y huele a café. Yo creo que su trabajo es pelear con papeles, porque grita por teléfono palabras que no entiendo: “contrato”, “acciones”, “reunión urgente”. A veces parece que su verdadera casa está en esa oficina de la que nunca habla, pero que siempre lo persigue hasta aquí.
Yo solo quiero que me peine bonito, pero papi no sabe.
Ese día empezó como cualquier otro, con mi muñeca Sofi tirada en el piso como si hubiera peleado toda la noche contra dragones. Yo fui a buscar a papá. Estaba en la cocina con la corbata torcida, la camisa arrugada y una mancha de café que parecía un mapa de islas. Cuando me vio, dijo con voz de zombi:
—Amelia, hoy te voy a peinar yo.
Yo abrí mucho los ojos porque normalmente la abuela me peina, pero ella había ido a visitar a su hermana y no volvería hasta la tarde.
Papá agarró un peine como si fuera una espada de caballero y se lo puso en la oreja. Después se colocó sus lentes en la cabeza como si fueran antenas. Me señaló como si estuviera en una misión secreta y dijo:
—Prepárate, princesa, porque hoy tendrás el peinado más increíble del universo.
Me senté en la silla de la cocina y puse a Sofi en la mesa para que vigilara el experimento. Papá agarró una liga como si fuera un monstruo peligroso. Me jaló el cabello tan fuerte que casi me arranca la oreja.
—¡Auch! —grité.
—Perdón, pero este pelo tiene vida propia —murmuró, frunciendo las cejas como si estuviera resolviendo una gran ecuación de matemáticas.
Cuando terminó, me dio un espejo. Tenía una colita mirando al norte y otra al sur, como antenas de conejo borracho.
—Estás… preciosa —dijo con la misma voz que usa cuando intenta convencer a sus clientes por teléfono.
Yo me reí tanto que casi me caigo de la silla.
Después intentó hacerme el desayuno. Puso pan en la tostadora, pero nunca apretó el botón. Pasaron cinco minutos hasta que yo le dije:
—Papá, el pan sigue crudo.
—¿Ah? —miró la tostadora como si lo hubiera traicionado—. ¡Conspiración!
Sacó el pan frío, le echó chocolate encima y me lo dio así, sin mantequilla. Yo igual me lo comí porque sabía dulce. Él, mientras tanto, iba de un lado a otro con el celular pegado a la oreja, diciendo cosas de “inversores”, “cifras” y “problemas logísticos”. Yo lo miraba con los cachetes llenos de pan y lo imaginaba como un robot que funciona a base de café y llamadas telefónicas.
Como no me hacía caso, me metí en sus zapatos enormes. Caminé por la sala tambaleándome, y dije con voz seria:
—¡Soy empresaria como tú!
Pero él solo levantó un dedo, sin mirarme, como diciendo “espera”. Y siguió hablando. Me quedé ahí, con los zapatos pesados, hasta que Sofi me susurró desde mi imaginación:
—No te preocupes, Amelia, algún día papi va a jugar contigo todo el día.
Después de desayunar era hora de ir al kinder. Papá corrió a buscar las llaves, su maletín y su taza de café vacía. Se olvidó de mis calcetines iguales. Me puso uno azul y uno amarillo.
—Nadie lo notará —dijo mientras me subía al coche.
Pero claro que lo notaron. Mis amigos me miraron raro. Yo me reí y les dije que estaba de moda. Ellos también se rieron y yo me sentí orgullosa.
Cuando papá me dejó en la puerta, me dio un beso rápido en la frente y corrió de nuevo al coche. Parecía un fantasma que aparece y desaparece.
Esa tarde vino por mí antes de tiempo. Dijo que tenía “media tarde libre”. Yo me puse feliz porque pensé que íbamos a jugar. Cuando llegamos a casa, intentó secarme el pelo con la secadora, porque me había mojado en la clase de pintura con agua.
—Esto no puede ser tan difícil, Amelia —dijo, encendiéndola.
Puso la velocidad más fuerte y mi cabello voló por todos lados como un nido de pájaros a punto de despegar.
—¡Soy un león! —rugí, corriendo por la sala con la melena al viento.
Él me persiguió con el cepillo en la mano. Terminamos cayendo en el sillón, riéndonos los dos. Fue de los pocos momentos en que lo vi feliz de verdad, no como cuando finge para no preocuparme.
Por la tarde me senté en el piso a dibujar con mis crayones y le pregunté:
—Papá, ¿por qué mamá ya no vive con nosotros?
Se quedó helado, como si le hubiera dicho algo prohibido.
—Amelia… mamá encontró… otro camino.
—¿Un camino con otro príncipe? —pregunté.
Él apretó los labios y asintió despacio.
Yo lo miré seria y le dije:
—Pues yo creo que necesitas una nueva princesa.
Papá se atragantó con el café y tosió tanto que pensé que se iba a volver azul.
—Amelia, no digas esas cosas.
—Pero yo quiero una nueva mamá. Una que sepa hacer colitas derechas.
Él me miró como si yo hubiera pedido un dragón de mascota. Yo solo sonreí, porque lo decía en serio.
En la noche intentó cocinar espagueti. Terminamos con fideos pegados como bloques de lego. Yo le eché queso rallado hasta que parecía una montaña nevada.
—Esto es un desastre —dijo riendo nervioso.