Una (mamá) niñera para mí hija

Capítulo 2 — El peor peinador del mundo

Hay mañanas en las que me descubro mirando a Amelia dormir. Se ve tan tranquila, abrazada a esa muñeca vieja que ya parece sobreviviente de guerra, que casi olvido el caos que trae despierta. Claro, dura poco: en cuanto abre los ojos empieza el maratón de preguntas, risas y ocurrencias que me dejan más cansado que cualquier junta de ocho horas.

Hoy no fue la excepción.

—¡Papi Dani! —gritó desde su cuarto—. ¡Sofi no quiere vestirse para ir al kinder!

Traducción: ella no quiere ponerse el uniforme.

Entré al cuarto y la encontré con el cabello revuelto, el vestido del uniforme a medio poner y la muñeca Sofi con un calcetín en la cabeza como si fuera turbante.

—Amelia, la que va al kinder eres tú, no Sofi.

—Pero si ella no se viste, yo tampoco —dijo cruzando los brazos.

Respiré hondo. Negociar con inversionistas millonarios era más fácil que con mi hija de cinco años y medio.

Al final accedió, pero con una condición: que yo le hiciera dos colitas. “Perfectas”, según sus palabras. Ahí empezó el verdadero reto del día.

Tomé el peine con la misma valentía con la que uno enfrenta a un dragón. Dividí el cabello… más o menos. Jalé aquí, torcí allá, y cuando terminé, Amelia se miró en el espejo y me fulminó con la mirada.

—Papi… parezco antena de marciano.

—Los marcianos están de moda. —improvisé—. Vas a ser la primera niña fashion del kinder.

Ella suspiró como si cargara el peso del universo.

—Necesito una mamá nueva. Una que sepa hacer colitas derechas.

Casi me atraganto con mi propio aire.

—¿Y de dónde se supone que voy a sacar una mamá nueva, Amelia? ¿Del supermercado?

—Sí. Allá venden de todo. Seguro también hay mamás.

Me reí, aunque por dentro me pregunté si tenía razón.

El desayuno tampoco salió mejor. Olvidé apretar la tostadora (otra vez) y terminé sirviéndole pan frío con chocolate. Amelia lo aceptó sin protestar, pero me miró muy seria.

—Papi, si algún día me enfermo, prométeme que no me vas a cocinar tú.

Después de dejarla en el kinder con los calcetines desiguales «ella aseguró a sus amigos que era “nueva moda”», me lancé a la oficina.

El edificio, los trajes, las reuniones… todo era lo mismo de siempre. Excepto que mi secretaria, Verónica, estaba más insistente de lo normal.

—Buenos días, Daniel —me dijo con esa sonrisa que debería venir con advertencia de peligro.

Yo solo asentí y le pedí algo muy claro:

—Hoy no me pases ni una sola llamada. Ninguna.

Ella arqueó una ceja, como si quisiera retarme, pero terminó aceptando.

La mañana se fue en papeles, firmas y café. Todo parecía bajo control… hasta que empezó la reunión más importante del año. Inversionistas, relojes caros, cifras millonarias. Yo estaba en mi salsa, convenciendo a todos, hasta que mi celular comenzó a vibrar.

Una, dos, tres veces.

Lo ignoré. ¿Qué podía ser más importante que una negociación de millones?

Pero el teléfono no se callaba. Vibración tras vibración, hasta que quise estrellarlo contra la pared. Cuando al fin lo miré, tenía seis llamadas perdidas. Todas de mi madre.

Mi madre nunca llama tanto. Ella es del tipo que manda un mensaje con “avísame cuando llegues” y espera tres horas tranquila.

Lo dejé otra vez sobre la mesa, intentando continuar, hasta que apareció el mensaje.

“Daniel, no sé cómo decirte esto. Amelia… desapareció.”

El mundo se me fue de golpe. Los trajes, la junta, el dinero… todo se volvió ruido. Solo quedaba esa frase.

Y ahí estaba yo, sentado frente a gente que podía comprar medio país, sintiéndome el hombre más pobre del mundo porque mi hija había desaparecido.

¿Qué demonios estoy haciendo?

Definitivamente no nací para ser padre… pero tampoco puedo ser nada más sin ella.




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