Hay momentos en los que me descubro mirándola dormir, como si el mundo entero se detuviera solo para permitirme ese instante de paz. Amelia respira lento, con las mejillas sonrojadas y el cabello enredado en todas direcciones. Parece tan frágil que a veces temo que al tocarla se rompa, como una porcelana. Me quedo ahí, sentado al borde de su cama, contemplando esos ojos cerrados que esconden un verde que no es mío.
Ese color me persigue. Esos ojos no son míos. No son de mi sangre.
Lo supe desde el día en que mi esposa «mi exesposa» me lo dijo antes de irse. No gritó, no lloró, solo dejó caer la verdad como si fuera una piedra sobre un charco: “Daniel, Amelia no es tu hija. Es de él.”
Todavía recuerdo cómo sonó ese “él”. Como si ni siquiera necesitara pronunciar su nombre, como si el peso de lo que me estaba diciendo fuera suficiente para destrozarme.
Y sí, dolió. Pero no pude mirar a esa niña, que entonces apenas tenía cuatro años, y dejarla a la deriva. No tuve corazón para soltar su mano. Amelia no pidió venir a este mundo, mucho menos pidió nacer entre las mentiras de su madre. Si alguien debía pagar, ese alguien no era ella.
Así que aquí estoy, un hombre que vive entre trajes, reuniones millonarias y madrugadas llenas de café frío, criando a una pequeña que no comparte ni mi sangre ni mis gestos, pero sí ocupa cada rincón de este departamento vacío.
Anoche la vi quedarse dormida después de pelear con el secador de pelo. Reía como si nada en la vida pudiera asustarla. Y yo, mientras tanto, fingía que podía con todo, aunque por dentro me sintiera incompleto.
Esa mañana me levanté antes que ella. El reloj marcaba las seis en punto cuando la cafetera empezó a rugir. Amelia aún dormía profundamente, abrazada a su muñeca Sofi. Me acerqué, pensando en despertarla para despedirme, pero me detuve. La tenía tan cerca que pude escuchar su respiración tranquila, como si soñara con un mundo en el que todo estaba bien. Y yo… yo no quería romper ese mundo con mis prisas.
Así que salí sin decirle nada. Cerré la puerta con cuidado, como si el mínimo ruido pudiera robarme ese momento de calma.
Al llegar a la oficina, la rutina volvió a envolverme. El edificio se alzaba imponente en medio de la ciudad, con sus paredes de vidrio que reflejaban un amanecer aún perezoso. Los guardias me saludaron como siempre, y yo respondí con un gesto automático. No era un día cualquiera: hoy debía cerrar una negociación que valía millones. Una jugada estratégica que podía hundirme o elevarme aún más en el juego de tiburones en el que me muevo.
Mi secretaria, Verónica, me esperaba en la entrada. Siempre impecable, siempre calculada. Sus curvas parecían diseñadas para desarmar voluntades y su sonrisa llevaba ese filo que te obliga a mirarla aunque no quieras.
—Buenos días, Daniel —dijo, y su tono arrastró una insinuación.
Yo asentí sin darle demasiada importancia. No tenía tiempo ni humor para juegos de oficina. Tal vez en otro momento, otro hombre se habría dejado envolver por ese coqueteo, pero yo solo tenía en mente una cosa: la reunión de esa tarde.
—Necesito que hoy no me pases ni una sola llamada —le pedí, entrando en mi despacho—. Absolutamente ninguna.
—¿Ninguna? —repitió, arqueando una ceja.
—Ninguna. —Mi voz sonó firme.
Ella asintió, aunque pude ver cómo se mordía el labio inferior, probablemente frustrada porque no le estaba regalando ni una chispa de atención.
Dejé mi celular sobre el escritorio. No quería distracciones, no podía permitírmelas. Ya había hecho arreglos con mi madre para que se quedara con Amelia durante el día. Confiaba en ella. Confiaba en que mi hija estaría segura en las manos de la única mujer que nunca me había fallado.
La mañana transcurrió entre papeles, llamadas y correos electrónicos. Firmas por aquí, ajustes por allá. Todo bajo control. O al menos eso quería creer. El tiempo se deslizó rápido hasta que el reloj marcó las tres en punto, la hora señalada para la reunión más importante de mi año.
Los inversionistas llegaron con sus trajes de lujo y sus relojes más caros que un coche. Nos sentamos alrededor de la mesa de juntas, cada uno defendiendo sus intereses como si fueran espadas. Yo hablaba, calculaba, y convencía. El dinero parecía flotar en el aire como un olor metálico que todos olíamos.
En medio de esa tensión, un ruido comenzó a perforar el ambiente: mi celular, vibrando una y otra vez sobre el escritorio.
Lo había dejado boca abajo, pero cada vibración retumbaba contra la madera como un latido insistente.
Al principio lo ignoré. Un empresario no puede dejarse distraer por un simple teléfono. Continué explicando los términos, delineando cifras, pintando el futuro que todos querían comprar. Pero la vibración no cesaba. Una, dos, tres veces.
Verónica apareció en la puerta, nerviosa. Yo le lancé una mirada cortante y ella entendió que debía retirarse.
Los inversionistas me observaban, algunos con gestos incómodos, otros con una paciencia fingida. Yo seguí adelante, tratando de que nada me sacudiera. Pero el teléfono seguía insistiendo. Vibración tras vibración, como un tambor de guerra que no quería callar.
Cuando por fin hice una pausa para beber agua, lo volteé con desgano. En la pantalla, seis llamadas perdidas. Todas del mismo número: mi madre.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Ella nunca insistía de esa manera. Nunca.
La garganta se me secó. Volví a concentrarme en el discurso, pero mi mente ya no estaba ahí. El celular vibró otra vez. No contesté. No podía. Me aferré a la idea de que debía terminar, que debía asegurar esa negociación.
Entonces llegó el mensaje. Un simple mensaje que encendió todas las alarmas de mi cuerpo.
“Daniel, no sé cómo decirte esto. Amelia ha desaparecido.”
El aire se me fue de los pulmones. Las palabras en la sala se volvieron ruido lejano, como un murmullo incomprensible. La mesa de juntas, los trajes, los relojes… todo perdió sentido. Solo quedaba esa frase en la pantalla.