Una (mamá) niñera para mí hija

Capítulo 3 — La niñera payasa

★Amelia.

Sofi, mi muñeca, me dijo una vez que la gente de mi edad tiene “curiosidad de motor”, y desde entonces me río mucho porque suena a que tenemos un motor dentro que nunca se apaga.

Esa mañana me desperté con las energías a tope. Salté de la cama como si fuera un trampolín y me puse a correr por la casa «casi derribo un cuadro, pero la abuela lo atrapó con la mirada». La abuela me miraba desde la mesa de la sala con esa cara de “te quiero pero me voy a volver loca”, y dijo algo que me hizo cosquillas en las orejas.

—Yo solo tengo paciencia tres horas, Amelia. Tres.

Tres horas. Suena a cronómetro. Yo pensé que era una broma, pero la abuela no bromea con sus paciencias. Tenía el tono de quien ha sobrevivido a quince cumpleaños con piñata y sabe que a las tres horas empieza el apagón mental.

Para gastar mi “motor”, la abuela decidió llevarme al parque. Me emocioné tanto que casi me olvido de Sofi en la cama (casi: no puedo abandonar a mis muñecas ni aunque haya parque y palomas y todo el mundo). En el coche canté canciones que inventé y que la radio nunca supo poner. La abuela sonreía a medias, porque en su sonrisa siempre hay trabajo: cuidar niños es como llevar una planta delicada que habla todo el tiempo.

Llegamos al parque y todo era increíble: columpios, resbaladillas que parecían montañas rusas pequeñas, un puesto de manzanas con caramelo y muchísimos perros haciendo cosas de perros. Me lancé al columpio y subí tan alto que pensé que tocaba el cielo. Entonces, cuando aterricé en la banca para descansar, la cosa rara pasó: la abuela «que había ido por agua o por su bolso, no sé» dejó de estar cuándo la miré.

La primera vez pensé que era un truco. La segunda, que se había convertido en un ninja que practica desaparición. La tercera ya fue pánico de detective: “¡Mi abuelita está perdida!”.

No me perdí yo, no. Las abuelas se deben quedar quietas para que las nietas no se preocupen, así nos enseñan los dibujos. Pero la abuela se movió y yo la vi irse con la espalda doblada y el bolso colgando, como cuando uno lleva muchas bolsas del súper. Di un grito que sonó como alarma de bomberos y me puse en modo detective avanzado. Me ajusté la gorrita como hacen los detectives en la tele de papá «solo que la mía estaba al revés» y arranqué mi investigación.

Primero fui al puesto de elotes y le pregunté al señor que vende sombreros grandes si había visto a una señora con pelo blanco que oliera a colonia de flores. Me dio una muestra de salsa y me dijo que había visto “tantas señoras” que ya no distinguía. Le regalé mi pulgar hacia arriba y seguí.

Después interrogé a una niña que comía algodones de azúcar. Me prestó una miga de algodón a cambio de que le contara mi teoría: que las abuelas se convierten en palomas cuando quieren descansar. Ella no me creyó, pero guardó la miga para cuando fuera a la escuela.

Mientras tanto, había una señora vestida de colores que llamaba mucho la atención. Tenía la cara pintada con una sonrisa gigante y globos de todo tipo en la mano: perritos, florecitas y un globo que parecía una espada pero que a mí me pareció una rama mágica. Se movía con pasos de baile y además tenía una voz que hacía cosquillas en los oídos. Yo me acerqué, porque cuando ves a alguien con globos, esa persona conoce secretos, según mi abuela (o eso supuse).

—Señora —dije muy seria—, mi abuela está perdida. Necesito que me ayude.

Ella se tapó la boca como si mi nombre fuera un chiste y me sonrió con los ojos. Los ojos de la payasa «porque después supe que era payasa; su nombre era Lulú, pero eso lo supe después» tenían colores que se movían. No sé si ella se pintó para parecer alegre o si ya venía alegre en el corazón.

—¿Perdida? —preguntó, enrollando un globo con una habilidad que parecía magia—. ¿Y cómo se perdió?

—Pues primero estaba y luego ya no —respondí—. Yo la dejé y ahora no la encuentro. Soy detective.

La payasa se rió como campana y dijo que me ayudaría porque las detectives merecen ayuda. Me puse la capa que no tenía (la imaginación es muy buena para llevar capas invisibles) y emprendimos la búsqueda. Lulú y yo fuimos un equipo: yo daba órdenes y ella se dedicaba a hacer formas con globos para distraer a la gente y ver si alguien sabía algo importante.

Caminamos por debajo de los árboles, preguntamos a las palomas (las palomas solo comen migas y no ayudan mucho), y miramos entre los kioscos del parque. Lulú hizo un perrito de globo que me lo regaló y me dijo que los perros de globo no ladran por si acaso. Yo lo sostuve y me sentí muy valiente.

De repente la vi, como si el cielo me la devolviera: la abuela estaba sentada en otra banca, leyendo un folleto de ofertas de farmacia con la misma cara de siempre, como si nada hubiera pasado. Tenía la dignidad de las abuelas a la hora de sentarse en un lugar público y mirar el mundo con la paciencia que da la edad.

Corrí hacia ella con las piernas que parecían resorte y grité:

—¡Abuela, no tengas miedo! Ya te encontré, ya no estás perdida.

La gente alrededor sonrió. Mi abuela puso sus manos sobre mis mejillas y me miró con orgullo y “¿qué travesura sigue?”.

—Amelia —dijo, con voz que esconde muchos secretos—, creo que la que se perdió fuiste tú.

Yo no me dejé convencer. Los detectives no admiten errores, solo soluciones. Le expliqué todo a la abuela como se cuentan los casos en la tele: acciones, sospechosos, pruebas (o sea, mi perrito de globo).

La abuela me miró atentamente y luego miró a Lulú, la payasa, que estaba inflando un globo gigante con cara de sorpresa.

—Necesito a alguien más joven para cuidarte —dijo la abuela de repente—. Alguien que tenga energía, que te canse, que te haga reír y que no calcule tres horas de paciencia sino trescientos años.

Yo me sentí como si me hubieran propuesto la mejor idea del mundo. Trescientos años de paciencia suena como navidad eterna. Miré a Lulú y supe de inmediato que era perfecta: tenía zapatos que no pegaban con su vestido, pero eso es bueno porque así no te aburres de la ropa; hacía pompas con su corazón y llevaba en la cara una sonrisa que no se compraba en tiendas.




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