Una (mamá) niñera para mí hija

Capitulo 4 — Un reto a papá

—¿Yo? —balbuceó—. Pero… yo solo hago fiestas y rescato globos, no sé si sé cuidar abuelas pequeñas.

—No es una abuela pequeña —corrigió la mía, con cara de que ya estaba cansada de explicaciones—. Es una abuela grandota que necesita ayuda con una nieta grandota.

Y en menos de lo que pensé, Lulú estaba subiendo al coche con nosotras. Me sentí poderosa, como cuando uno dirige una tropa de peluches a una misión secreta. Lulú prometió enseñarme juegos, canciones y a hacer piyamas voladoras (o algo parecido; yo no entiendo todo lo que dicen los adultos, pero me encanta cuando hablan con emoción).

Al llegar a casa, se oyó el ruido de la puerta y ahí estaba mi papá. Él apareció en la sala con su traje que siempre huele a café y estrés, con la cara que tiene cuando un plan de negocios no encaja en su cabeza. Lo vi fruncir el ceño «ese ceño que parece estufa cuando no funciona» y supe que no le gustaría la sorpresa.

—Papá —dije, con la voz de quien trae buenas noticias—. Te presento a mi niñera.

Mi papá me miró como si yo le hubiera dicho que habíamos adoptado un tigre para la sala. Sus ojos se movieron de mi abuela a Lulú, de Lulú a los globos, y por último a mí, como comprobando si era una trampa.

—Esto es una broma, ¿cierto? —preguntó, porque los hombres con traje creen que la vida debe seguir una agenda y que las payasas solo existen en parques y cumpleaños.

Mi abuela, que domina el arte de no pedir permiso para hacer cosas buenas, afirmó con la cabeza. Lulú soltó una risita nerviosa y se acercó con paso circense. Tenía una sonrisa tan honesta que me dio ganas de abrazarla.

Mi papá, que siempre quiere aparentar muy serio y responsable, hizo algo increíble: frunció más el ceño y se cruzó de brazos, como si eso ayudara a que las cosas absurdas desaparecieran. Él piensa que cuidar de una niña es una cosa que lleva reglas: horarios, comidas, y rutinas. Lulú llevaba una lista de notas en su corazón, no en una libreta. Eso ya le molestó.

—Papá, haz una cosa —propuse con voz importante—. Competencia. Si la niñera me hace dos coletas derechas, se queda contratada. Si tú las haces, ella se va.

Mi papá se quedó blanco, porque peinarme ha sido siempre una misión imposible para él. Recuerdo la última vez que me peinó: terminé con una trenza que parecía un plato de espagueti. Pero le brilló el orgullo de hombre (ese que les encanta competir con todo) y dijo que aceptaba.

Nos paramos frente al espejo. La abuela nos miraba con las manos juntas como si esto fuera una obra de teatro. Lulú sacó de su bolsa unas gomitas de colores y me dijo que cerrara los ojos. Yo obedecí, porque soy una niña ordenada cuando hay juego de por medio.

Papá agarró el peine con la seriedad de quien firma un contrato y empezó a peinar como si fuera un robot intentando entender emociones. Ató una liga tan fuerte que pensé que me arrancaría una oreja. Después intentó hacer la otra coleta y terminó con el cabello hecho un nido de pájaro. La liga salió volando y él se quedó con una cara de confusión épica.

Lulú, en cambio, con calma y una sonrisa que parecía coser con hilo invisible, me acomodó el cabello en segundos. Hizo un gesto rápido y mis coletas quedaron derechitas, iguales y con lazos que parecían dos mariposas listas para volar.

Me miré en el espejo y sentí que brillaba.

—Listo —dije, girando para enseñar que las coletas eran perfectas—. Gana la niñera.

Mi papá intentó disimular, pero la sorpresa lo traicionó: la boca le tembló y por un segundo me quise reír de lo serio que parecía. Se cruzó de brazos otra vez, pero ahora con la conciencia de haber sido derrotado por una señora con nariz pintada.

Lulú levantó las manos en señal de victoria y la abuela aplaudió como si hubiera ganado un premio gordo. Yo salté encima del sofá (no me regañaron porque la felicidad era contagiosa) y me sentí feliz de haber elegido bien.

Mi papá, después de la derrota, se acercó y me dijo en voz baja:

—Está bien. Pero ella tiene que seguir ciertas reglas.

Lulú le sonrió con esa sinceridad que no se encuentra en contratos:

—Tranquilo —dijo—. Yo sé cuidar a una princesa que corre maratones en su casa. Solo necesito instrucciones y muchos, muchos abrazos.

Mi papá suspiró. No era un suspiro de derrota total, era más bien la rendición de un general que se da cuenta de que el ejército tiene ideas propias. Me dio un beso en la frente, con ese gesto que siempre hace cuando quiere que todo esté bien.

Esa noche me acosté con las coletas derechitas y el perrito de globo a mi lado. Lulú me cantó una canción que sonaba a paseo de parque y la abuela murmuró que había tomado la mejor decisión del día. Mi papá, en su despacho, probablemente revisaba papeles intentando cuadrar la idea de que su hija ahora tenía en la casa a una payasa que hacía pompas y peinados milagrosos.

Yo, mientras tanto, cerré los ojos y pensé que ser detective era lo mejor que me había pasado. Había encontrado a mi abuela, contratado a una niñera, ganado una competencia y descubierto que los adultos, por más serios que sean, también pueden reírse cuando una gomita sale volando.

Sofi, desde la repisa, me guiñó un ojo de tela y yo le devolví el guiño con orgullo. Mañana, pensé, vamos a aprender a hacer pompas que no vuelen. Y si la abuela empieza a contar otra vez que solo tiene paciencia tres horas, le diré que con Lulú y yo, las horas se multiplican como plastilina. Porque las mejores decisiones, a veces, salen de una niña de cinco años y medio que sabe elegir bien.




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