★Lulú
Desperté ese día con la sensación de que el mundo se me venía encima. La alarma del celular sonaba como si se burlara de mí, como si supiera que no tenía adónde ir. La noche anterior me habían despedido y todavía me costaba asimilarlo. No era la primera vez que me quedaba sin trabajo, pero en esta ocasión dolía más porque mi madre estaba enferma y las medicinas no se pagan solas.
Me quedé un rato acostada, mirando el techo con esas goteras que parecían burlarse de mi mala suerte. Tenía que hacer algo, cualquier cosa, porque el dinero que llevaba guardado apenas alcanzaba para un par de pastillas. Me dolía verla toser en la habitación de al lado, escuchar su voz débil cuando me pedía un té caliente, y no poder darle lo que necesitaba. Esa impotencia era peor que cualquier despido.
Mientras me lavaba la cara en el pequeño baño del departamento, pensé en todas las opciones posibles: pedir prestado, vender mis zapatos, salir a la calle a cantar aunque mi voz asuste a los gatos… y entonces recordé a César. Mi amigo de toda la vida, con quien había crecido en el barrio y que ahora se ganaba la vida como payaso en el parque. Siempre con sus globos de colores, sus chistes que no siempre daban risa y su eterna paciencia.
Lo llamé. Apenas escuchó mi voz supo que algo andaba mal. No tuve que dar muchas vueltas, le solté la verdad: estaba desesperada y necesitaba dinero para las medicinas de mamá. Le pregunté si podía ayudarlo, aunque fuera cargando bolsas o inflando globos.
—Ven, Lulú —me dijo sin pensarlo—. Yo me encargo de armar el show, tú encárgate de vender los globos. Lo que saques hoy es para tu mamá.
César siempre fue así: noble, desprendido, y sí, un poquito enamorado de mí, aunque nunca me lo dijera de frente. Lo notaba en sus ojos, en cómo siempre estaba dispuesto a sacarme de apuros. Y aunque yo no podía corresponderle de esa manera, le agradecía desde el fondo del corazón.
Así que me puse la ropa más llamativa que encontré «la de él, en realidad, porque me prestó un disfraz extra que tenía» y me maquillé la cara de payaso frente a un espejo que casi se caía de lo viejo. Cuando me vi, no supe si reír o llorar. El pantalón era demasiado amplio, la camiseta parecía una carpa de circo y el cabello verde fosforescente me daba un aire entre extraterrestre y piñata. Pero no importaba: lo hacía por mamá.
Llegamos al parque. César comenzó a hacer su rutina mientras yo me instalaba con los globos. Rojos, azules, amarillos, algunos en forma de perrito, otros de espada, otros que parecían cualquier cosa menos lo que él intentaba hacer. La gente empezó a acercarse y, para mi sorpresa, los niños me miraban con curiosidad. Yo no tenía experiencia en eso, pero algo dentro de mí se encendió. Quizá era la necesidad, quizá las ganas de olvidar mis problemas por unas horas, pero me descubrí sonriendo, inventando historias mientras entregaba globos, poniéndoles nombres ridículos a los perritos y diciendo que las espadas estaban embrujadas.
Y en medio de ese caos de colores y risas apareció ella. Una torbellino en miniatura, con la energía de cinco niños juntos y la mirada brillante de quien cree que el mundo es un misterio por resolver. Se presentó como detective y me dijo que estaba buscando a su abuela.
No sé por qué, pero me conmovió. Esa seguridad en su voz, esa manera de arrastrarme a su juego como si yo fuera parte de una misión secreta. No pude negarme. La acompañé, siguiendo sus pasos apresurados, escuchando sus ocurrencias y sintiéndome parte de una aventura que, me hacía olvidar mis preocupaciones.
Encontramos a su abuela y, sin darme cuenta, terminé subiendo al coche con ellas. La niña hablaba sin parar, llena de entusiasmo, prometiéndome que íbamos a jugar, cantar y hacer “piyamas voladoras”. Yo solo podía reírme y dejarme llevar.
Cuando llegamos a su casa, casi me caigo de espaldas. Era enorme, elegante, de esas que solo había visto en revistas o en telenovelas. Me sentí fuera de lugar, con mi ropa de payaso y mis zapatos enormes. Y entonces lo vi.
Él.
El padre.
Si no hubiera tenido la cara pintada, estoy segura de que se me habría notado la baba. Era el hombre más apuesto que había visto en mi vida. Alto, con un traje impecable que parecía hecho a su medida, el cabello perfectamente peinado y ese aire de seriedad que intimida y atrae al mismo tiempo. Y lo peor, o lo mejor, fue ver cómo miraba a su hija: con un cariño inmenso, con la preocupación de alguien que daría todo por protegerla. Mi corazón se derritió en ese instante, aunque intenté disimularlo tras mi nariz roja.
La niña, traviesa como ella sola, lo retó a una competencia: hacerle dos coletas. Yo no sabía si reírme o esconderme, pero acepté. Y fue uno de los momentos más divertidos de mi vida. El pobre hombre, con toda su seriedad, peinando como si estuviera resolviendo una ecuación imposible. Las ligas saliendo volando, y el cabello hecho un desastre. Yo, en cambio, me concentré, disfrutando del reto, y terminé haciéndole unas coletas derechitas que parecían alas de mariposa. La niña me declaró ganadora y la abuela aplaudió como si fuera una final de campeonato.
Pasé la tarde con ellas. Le conté cuentos, le armé globos, la ayudé a dormir. Le canté una canción que inventé en el momento, una mezcla de tonadas de parque y nanas que mi madre me cantaba de pequeña. Cuando la vi cerrar los ojos, feliz, sentí una paz que hacía mucho no sentía.
Pero en el fondo me carcomía la duda: ¿realmente me habían contratado? ¿O todo había sido un juego de esa niña encantadora?
La respuesta llegó cuando la abuela se acercó y me dijo que su hijo quería hablar conmigo. Él estaba en su despacho.
Mis rodillas temblaban mientras caminaba hacia allí. Toqué la puerta y lo vi de espaldas, mirando por la ventana hacia el jardín. Cuando volteó, su mirada me atravesó como un rayo.
—Gracias por haber encontrado a mi hija —me dijo, con una voz grave que casi me hace olvidar cómo respirar—. Realmente estaba muy preocupado. No sé qué hubiera hecho si hubiera desaparecido.