Una (mamá) niñera para mí hija

Capítulo 7 – La Payasa sin Manual de Niñera

★Lulú

Horas antes.

La sartén chisporroteaba como si estuviera enojada conmigo, y yo, con el delantal de florecitas medio chamuscado, trataba de convencerla de que los huevos no se me pegaran otra vez. Mi mamá estaba recostada en el sillón, envuelta en una manta viejita que había perdido las flores en las lavadas, pero todavía olía a suavizante barato, ese que yo decía que era nuestro “perfume de combate”.

—Hija, si sigues moviendo esos huevos como si fueran cemento, no los vamos a desayunar nunca —me dijo con su voz ronca.

—Mamá, confía en mí. Estos huevos van a ser tan esponjosos que los podríamos usar de almohada.

Ella se rio bajito, aunque después tosió y yo me giré preocupada. Se veía tan frágil que a veces me daban ganas de envolverla en burbujas para que nada la tocara.

El verdadero problema estaba en el otro cuarto: mi papá. Bueno, llamarlo “papá” era darle demasiado crédito. Ese hombre se levantó, se rascó la panza, se metió un trago de no sé qué del refrigerador (seguro era cerveza porque ni agua compra) y salió sin decir nada. Como siempre.

“Qué bueno que se va”, pensé. Su presencia era como esas cucarachas que aparecen cuando prendes la luz: desagradable y molesta.

Cuando se cerró la puerta, suspiré aliviada y me acerqué con el plato de huevos medio destartalados.

—Aquí tienes, mamá, el desayuno de campeonas. —Se lo puse en la mesita frente a ella con un gesto dramático, como si le hubiera servido en un hotel cinco estrellas.

Ella me sonrió con esa paciencia infinita que solo una madre puede tener.

—Hija, te vas a convertir en chef… pero de comida experimental.

—¡Oye! —me crucé de brazos—. Estos huevos son gourmet, solo que todavía no hay quien los descubra.

Nos reímos un rato. Me encantaba verla reír, porque era la prueba de que, aunque la vida nos pateara, todavía podíamos levantar la cabeza.

—Por cierto, mamá, tengo una noticia que te va a sacar de la cama de un brinco —le dije mientras me sentaba en el sillón a su lado.

Ella me miró con sospecha.

—¿Otra de tus ideas locas?

—Loca pero brillante —respondí, alzando la ceja como villana de telenovela—. ¡Conseguí trabajo!

—¿De qué? ¿En el circo?

Me ofendí un poquito.

—No, señora, aunque no estaría mal. Voy a ser niñera.

Mi mamá casi se atraganta con el huevo.

—¿¡Niñera!? Pero si nunca has cuidado ni a un cactus.

—Exagerada. He cuidado plantas… bueno, una, y solo se me murió porque hacía calor.

Ella me miró como diciendo “me das miedo”.

—¿Y de quién vas a cuidar?

—De una niña preciosa, pero que al parecer es un huracán con patas. Y lo mejor… —me incliné hacia ella, como quien comparte un secreto—, su papá es un papazote.

Mi mamá me dio un manotazo en el hombro.

—¡Lulú!

—¿Qué? —puse cara de angelito—. No estoy diciendo que me lo voy a comer con pan… aunque si se deja…

Ella se llevó la mano a la frente.

—Tú siempre con esas ocurrencias.

—Mamá, entiéndelo. La vida me mandó este trabajo para que podamos pagar las cuentas. Y además, ¿no crees que es el destino? O sea, yo vestida de payasa, él serio como un témpano, ¡comedia romántica asegurada!

Ella se rio, aunque negó con la cabeza.

—Con que no salgas embarazada del jefe, me conformo.

—¡Mamá! —le lancé un cojín—. Yo voy a trabajar, no a hacer travesuras.

Aunque, claro, mi mente me traicionaba. Desde ayer, cuando lo vi con esa mandíbula marcada y esa mirada de “soy serio pero sexy”, no podía dejar de pensar que, si existiera el club de los “papás guapos”, él sería el presidente vitalicio.

Me levanté para preparar café, aunque salió aguado, y mientras mi mamá lo tomaba, ella siguió con su sermón.

—No tienes experiencia, hija. ¿Y si no puedes con la niña?

—Aprenderé. Además, Amelia es un terremoto, pero yo soy un huracán. Entre las dos vamos a ser un desastre adorable.

Ella soltó una carcajada.

—No sé si sentirme orgullosa o asustada.

—Las dos cosas, mamá.

Me senté frente a ella y le tomé la mano.

—Mira, yo sé que no soy la mejor para estas cosas, pero necesito intentarlo. Quiero que estemos bien, que no nos falte nada. Tú y yo contra el mundo, ¿recuerdas?

Sus ojos se pusieron brillosos, y yo apreté su mano con fuerza.

—Sí, hija. Tú y yo contra el mundo.

En ese momento, sonó la alarma del reloj viejo. Era la señal: debía alistarme para ir a la casa de Daniel.

Corrí al cuarto, me puse un vestido sencillo y solté mi cabello. Me miré en el espejo y casi me caigo de la risa.

—Ay, Lulú, ayer parecías piñata y hoy pareces princesa de barrio. A ver si el papazote no cree que estoy desesperada.

Me di un par de cachetadas suaves en las mejillas para animarme y regresé con mamá.

—¿Cómo me veo?

Ella me sonrió.

—Como alguien que está a punto de conquistar el mundo.

—Ojalá al menos conquiste la cafetera.

Nos reímos y la abracé fuerte antes de salir.

El camino hasta la casa de Daniel fue una mezcla de nervios y emoción. Yo iba pensando en cada paso, como si fuera a una audición de cine.

Cuando llegué y toqué el timbre, sentí que mi corazón quería salir corriendo. “Cálmate, Lulú, es solo un hombre… un hombre guapísimo con brazos de Hércules, pero solo un hombre.”

La puerta se abrió y ahí estaba él. Despeinado, con cara de sueño, pero aun así… ¡uff! Ese hombre podía estar en pijama de ositos y seguiría viéndose como portada de revista.

—Buenos días, señor Daniel —dije, intentando sonar profesional, aunque mi voz me salió como de ardilla nerviosa.

Él me miró, y juro que se le cayó la quijada. Eso me dio un microsegundo de poder. “Ajá, papazote, también me sé ver decente.”

—Y-yo… este… sí, claro, pase usted, señorita… ¿eh?

Yo lo miré como diciendo: ¿en serio? ¿Eh? ¿Qué clase de galán de novela dice “eh”?

—Gracias —respondí con mi mejor sonrisa, tratando de que no notara que me temblaban las manos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.