★Amelia
Hoy amanecí con ganas de hablar mucho, como todos los días, porque dormir me cansa más que estar despierta. No sé por qué. Dormir es aburrido: cierras los ojos, no pasa nada divertido, y cuando los abres ya se acabó. Prefiero estar despierta para preguntar cosas, mirar todo y molestar a papá.
Yo estaba sentada en el sillón abrazando a Lulú, que me veía raro, como si yo fuera a arrancarle un ojo de tanto mirarla. Ella me aguanta, pero sus ojos dicen “esta niña está loca”. Y mi papá estaba allí, acostado con cara de “me quiero ir, pero no quiero”.
—Papá, ¿por qué no te fuiste a trabajar? —le pregunté con mis ojos de detective.
Papá bufó como caballo cansado.
—Porque… porque me quedé aquí.
—¡Mentira! —le señalé con mi dedito acusador—. Te quedaste porque tenías miedo de que Lulú desapareciera y yo sola destruyera la casa.
Lulú se rió tanto que casi se cae del sillón.
—Pues sí, Daniel, su hija tiene razón —dijo ella con su voz burlona.
Papá nos miró a las dos como si fuéramos extraterrestres.
—Son un caso perdido.
Yo sonreí porque me encanta cuando dice eso, aunque nunca entiendo si es insulto o regalo.
En la noche me acostaron a dormir y Lulú se fue. Me dio un poco de tristeza porque cuando Lulú está, siento que somos dos locas juntas contra el mundo. Cuando ella no está, mi papá se vuelve muy callado, como un televisor apagado. Yo no sé por qué los adultos a veces creen que el silencio es bonito. ¡El silencio da miedo!
A la mañana siguiente, entré corriendo a la habitación de papá. Él estaba peleándose con su corbata, como siempre. Parecía que la corbata le odiaba, porque siempre le hace caras raras cuando intenta ponérsela.
—¡Buuuuh! —le grité saltando.
Papá dio un brinco tan grande que casi se ahorca solo.
—¡Amelia!
—¿Qué? —le dije haciéndome la inocente.
Él suspiró, me levantó y me sentó en la mesa donde se peina. Me dolió un poco el trasero porque estaba fría, pero me aguanté.
—Siéntate quieta —me dijo con cara de policía.
—Yo siempre estoy quieta, papi. Mira —y empecé a mover las piernas como motor de helicóptero.
Papá cerró los ojos, respiró como los toros en las caricaturas y me hizo una coleta. Después me dio un beso en la frente.
—Te amo, Amelia.
Eso sí que me gusta. Es mi frase favorita del mundo.
—Yo también te amo, papito. Pero no me gusta que estés solo, porque te vuelves amargado como Shuek.
Papá frunció las cejas.
—¿Shuek? ¿No será Shrek?
—Ese mismo. Verde, feo, y gruñón. Tú no eres verde, pero sí gruñón.
Se quedó callado, pero le vi la sonrisa escondida.
Unas horas después volvió Lulú a cuidarme. Papá abrió la puerta y la miró raro. Yo creo que papá estaba nervioso, porque se acomodó la corbata tres veces seguidas y hasta se tropezó con la alfombra.
—Papá… —le susurré como chisme—. ¿Te gusta Lulú?
Papá casi se atraganta con su propia saliva.
—¿Qué?
Lulú me agarró la cara.
—Niña, no digas cosas.
—Pues yo digo lo que veo, ¿y qué? —contesté yo muy seria—. Y lo que veo es que papá te mira como si fueras un tesoro escondido.
Papá me cargó y me dejó en el sofá como si quisiera callarme con todo su cuerpo.
—Ya basta, Amelia.
Pero yo no paré.
—Oye, Lulú, ¿tienes príncipe?
—¿Qué?
—Que si tienes príncipe, porque si tienes príncipe no puede ser mi papá tu príncipe.
Lulú soltó la carcajada más fuerte del mundo.
—Ni a sapo llego, niña.
—¿Cómo? —pregunté confundida—. Los sapos son feos, papá no es feo. Hasta las mamás de mis compañeras dicen que es guapo. Le mandan chocolates, pero yo siempre los tiro porque seguro vienen envenenados.
Papá me fulminó con la mirada.
—¿Qué? ¿Has tirado chocolates?
—Sí, papi, por tu seguridad.
Lulú se doblaba de risa.
—Esta niña es tu karma, Daniel.
Y no sé por qué, pero de repente, Lulú empezó a acomodarle la corbata a papá. Yo me quedé mirando como detective otra vez.
—¡Ajá! —grité señalándolos—. ¡Lo sabía! Te gusta, papi, te gusta, te gusta.
Papá me puso cara de estatua.
—Amelia, por favor.
—Por favor, nada. Mira cómo sonríes. Siempre dices que no sonríes, pero ahora sí. Ya te caché.
Lulú se puso roja como jitomate.
—Niña, ve a traer tus juguetes.
—¡No, quiero ver el romance!
Papá tosió, como si se le hubiera atorado un frijol.
—No hay romance.
—Claro que sí. Romance es cuando dos personas se miran y parece que se les va a caer la baba.
Lulú se tiró en el sillón de la risa y yo la seguí.
—¡Baba, baba, baba! —canté dando vueltas.
Papá se agarró la frente como si le doliera la cabeza.
—Dios, dame paciencia.
Y así fue toda la mañana: yo haciendo preguntas, Lulú respondiendo con tonterías, y papá soportándonos. Jugamos a las escondidas dentro de la casa, pero yo gritaba “¡estoy aquí!” porque me daba miedo perderme, y Lulú igual gritaba porque se chocaba con las paredes.
Papá nos encontró a las dos metidas en el clóset, muertas de risa, y dijo:
—Son un torbellino.
—No, papi, somos huracán categoría cinco.
Después me puse seria. Me senté con las piernas cruzadas en la alfombra, como hacen los sabios de las caricaturas.
—Papá, ¿tú sabes que eres como un limón?
Papá me miró como si me hubieran salido alas.
—¿Un limón?
—Sí, porque eres ácido, pero también te puedo poner en el agua y me encantas.
Lulú casi se muere de risa otra vez.
—¡Dios, Amelia!
—¿Ves, papi? Ella entiende. Tú eres limón, yo soy azúcar, y Lulú puede ser agua. Así hacemos limonada. Y yo quiero una nueva mamá.
El silencio se hizo tan grande que parecía que la casa había dejado de respirar.
Papá abrió la boca, pero no salió ninguna palabra. Lulú se quedó con los ojos redondos, como si yo le hubiera lanzado un pastel a la cara.