Capítulo 9: El sueldo de la niñera nerviosa
★Lulú
Había logrado que Amelia se durmiera, lo cual debería contar como un deporte olímpico. De verdad, si algún día inventan los Juegos Olímpicos de “acostar niños hiperactivos”, yo me traigo la medalla de oro.
La niña se resistía al sueño como si cerrando los ojos fuera a perderse la fiesta del siglo. Primero fue el “cuéntame un cuento”, luego el “otro cuento”, después el “cántame una canción” y, cuando pensé que ya estaba rendida, me pidió que le describiera cómo sería un viaje a la luna. Yo, con la poca energía que me quedaba, improvisé:
—Pues la luna es como un queso gigante y ahí viven los ratones astronautas.
Amelia me miró con sus ojotes brillantes.
—¿En serio?
Yo asentí muy seria, aunque por dentro quería carcajearme.
—Claro. Si algún día llegamos, seguro nos reciben con una pizza lunar.
Al fin, después de toda esa función, se quedó dormida abrazada a su oso de peluche. Suspiré como quien acaba de terminar una maratón y salí despacito de la habitación, cuidando de no hacer ruido, porque ya estaba aprendiendo que Amelia tenía un radar incorporado: apenas escuchaba un paso y se despertaba otra vez.
Cerré la puerta con cuidado, como si guardara un secreto, y caminé por el pasillo oscuro. Fue entonces cuando Daniel apareció en el marco de la puerta de su despacho. Tenía la corbata suelta, la camisa medio arrugada y esa cara de hombre que carga el mundo en los hombros.
—Lulú —me llamó con esa voz grave suya que siempre me pone nerviosa—, quiero hablar contigo en la oficina.
Ay, Virgen santa. Mis rodillas casi se convirtieron en gelatina. La última vez que él y yo habíamos hablado a solas, prácticamente me dijo que no pensaba contratar a una payasa para Amelia. En resumen: yo estaba sentada en la cuerda floja.
Tragué saliva, me arreglé el cabello con las manos y caminé hacia la oficina como si fuera a presentar mi examen final. Toqué dos veces la puerta, y escuché su seco:
—Adelante.
Entré. El despacho de Daniel me intimida. Es de esos lugares que parecen demasiado serios para que entre alguien como yo, que tiende a reírse de todo. Los estantes llenos de libros, la gran mesa de madera oscura, y ese olor a café que nunca falta. Él estaba sentado detrás de su escritorio, con la espalda recta y una expresión que no sabía si era de cansancio o de querer asustarme.
—Siéntate —me dijo, señalando la silla frente a él.
Yo me senté, claro, pero tan tiesa que parecía que me habían pegado la espalda a la silla con pegamento.
—Bueno —empezó él, cruzando los brazos—, estos dos días han sido una especie de prueba.
Mis manos se apretaron sobre mis rodillas.
—Ya… entiendo.
—Yo no soy un hombre que confíe fácilmente en desconocidos.
“Ajá, ya valí”, pensé. Mi corazón empezó a latir como tambor de cumbia.
Pero entonces continuó:
—A partir de mañana me iré a trabajar con normalidad. Mi madre, es decir, la abuela de Amelia, pasará de vez en cuando a supervisar, ya que ella no vive con nosotros. Antes solía ayudarme mi asistente, pero Amelia no la tolera, así que… creo que tú y mi hija se llevan bien. Por eso he decidido contratarte.
Me quedé mirándolo un segundo, procesando la información. Y entonces sonreí tan grande que casi me duelen las mejillas.
—De verdad, gracias. Voy a hacer todo lo posible para cuidar de Amelia como se merece.
Él asintió despacio.
—Bien. Entonces, nos veremos mañana.
Yo asentí también, aunque mi cerebro todavía estaba bailando de alegría. ¡Me había contratado!
Daniel se levantó y miró por la ventana. La noche estaba oscura, y en ese silencio él dijo:
—No puedo llevarte a tu casa ahora. Los empleados ya están dormidos, y no quiero dejar sola a Amelia. Pero si quieres, puedo llamar un taxi para que te lleven.
Sonreí con algo de nervios.
—No se preocupe, no es necesario.
Pero en cuanto lo dije, me vino a la mente un pensamiento nada gracioso: los taxis en esa zona eran carísimos. Un viaje me costaría casi lo que una comida completa de la semana.
Daniel, como si me hubiera leído la mente, me miró serio.
—No. Tus gastos de transporte estarán incluidos en el sueldo.
—¿En serio? —pregunté sorprendida.
—Por supuesto.
Me dio un poco de pena, pero la curiosidad me ganó.
—¿Y… cuánto sería mi sueldo, si se puede saber?
Él abrió un cajón, sacó una libreta y dijo la cifra con total naturalidad.
Yo casi me atraganto con mi propia saliva.
—¿¡Cuánto!?
Él arqueó una ceja.
—¿Está mal?
—¡No, no, no! Está perfecto. Es solo que… —me tapé la boca para no soltar la carcajada—. Con eso podría comprarme un auto usado, o tres lavadoras, o invitar a todo el barrio a tacos.
Daniel se quedó mirándome como si estuviera analizando si yo estaba loca.
—Supongo que eso significa que es suficiente.
—¡Más que suficiente! —respondí yo todavía riendo—. Pero le advierto que si me pongo a bailar de la emoción no es mi culpa.
No sé por qué, pero vi cómo se le escapaba una sonrisa, pequeñita, escondida. Fue tan raro que casi me paro a aplaudirle.
Después de eso hubo un silencio extraño. Yo jugueteaba con mis dedos, él parecía pensar demasiado. Al final dijo:
—Amelia… confía en ti. Eso es importante para mí.
Me quedé callada unos segundos, porque eso sí me tocó el corazón. Esa niña me había abrazado desde el primer día como si yo ya fuera parte de su vida, y ahora él lo reconocía.
—Créame que no la voy a defraudar. Ella es un torbellino, sí, pero es un torbellino hermoso.
Daniel respiró profundo y asintió.
—Está bien. Entonces… nos vemos mañana.
Me puse de pie, dispuesta a salir. Pero como soy yo, y siempre tengo la mala suerte de que me pasen cosas, al girarme tropecé con la alfombra y casi me doy un beso con el suelo.
—¡Ay, carajo! —grité mientras recuperaba el equilibrio.