Una (mamá) niñera para mí hija

Capítulo 10: Saltos, risas y camas quebradas

★Daniel.

Me recosté en mi sillón, dejando que el peso del día se filtrara por cada músculo cansado. La sonrisa de Lulú aún flotaba en mi mente, y aunque había pasado un día agradable con ella, no podía permitirme abrir mi corazón a otra mujer. No después de lo que había pasado con mi exesposa, que decidió que mi propia casa era un buen lugar para engañarme. No, no iba a repetir ese error.

Suspiré, dejando que el silencio de la casa me envolviera. Era un silencio distinto, uno que había aprendido a disfrutar: el silencio de la rutina, de la calma, de la vida que ahora me tocaba construir con Amelia. Mis pensamientos vagaban, pero no por mucho tiempo; había alguien que requería toda mi atención. Me puse de pie y caminé hacia la habitación de mi hija, recordando cómo sus rulos siempre parecían tener vida propia, enredados por toda la cama, en cada almohada, en cada esquina del colchón.

Allí estaba, mi pequeña risitos de oro, con la mirada traviesa y el cabello rebelde que siempre parecía desafiar la gravedad. Me senté al borde de la cama y le di un beso en la frente.

—Buenas noches, mi terremotito —dije con voz grave, aunque apenas podía contener la sonrisa.

—Papá… —murmuró, con esa voz que tenía cuando intentaba sonar seria y terminaba sonando como una mezcla extraña de gato y ratón—… soñé que los calcetines hablaban y me perseguían.

No pude evitar reírme. Solo mi hija podía combinar el terror y la ternura en una sola frase.

—¿Calcetines parlantes? ¿Y qué hacías? —pregunté, arqueando una ceja mientras acomodaba su manta.

—Corría… y les gritaba malas palabras, pero en silencio para no despertar a los muñecos.

—Ah, claro… —dije, asintiendo solemnemente—. Muy estratégico. Muy listo. Muy Amelia.

Ella soltó una risita y abrazó mi brazo, dejando que su cabeza descansara sobre mi pecho. Yo me incliné un poco, rascándole la cabeza, sintiendo cómo sus rulos se enredaban entre mis dedos. No quitaba los zapatos; la batalla contra la niña hiperactiva había sido larga y épica, y parecía que el descanso definitivo solo llegaba cuando se quedaba dormida así, encima de mí.

Por fin, su respiración se calmó, su pequeño cuerpo dejó de moverse y pude finalmente respirar tranquilo. Caminé hacia la puerta, cuidando de no hacer ruido. La escena era perfecta: una niña dormida, un padre que por fin podía exhalar. Pero sabía que no duraría mucho.

El amanecer llegó con un estruendo. Mi sueño se vio interrumpido por una ráfaga de besos en la frente y en la mejilla, y un cuerpo diminuto que brincaba sobre la cama como si fuera un trampolín profesional.

—¡Papá, papá, papá! —gritaba Amelia mientras rebotaba sobre mis piernas—. ¡Despierta! ¡Tengo noticias buenísimas!

Abrí un ojo y la vi: su pelo alborotado, sus ojos brillantes como diamantes y una sonrisa que podía iluminar la ciudad entera. Suspiré con resignación y ternura.

—Buenos días, mi terremotito —respondí con voz somnolienta—. ¿Por qué estás tan feliz?

Ella se detuvo un instante, me miró con solemnidad absoluta y respondió:

—¡Soñé que tenía una mamá y se llamaba Lulú!

Casi me atraganto de la risa. Ese nombre había aparecido en mis pensamientos hace un día, y allí estaba, en la boca de mi hija como si fuera lo más natural del mundo.

—¿En serio? —pregunté, intentando sonar serio, pero fallando estrepitosamente.

—Sí, y ella me hacía galletas de chocolate y me contaba historias de ratones astronautas. ¡Fue lo máximo! —exclamó, mientras rebotaba nuevamente sobre mis piernas.

No pude resistirlo. Tomé una almohada y se la lancé suavemente, intentando iniciar una “batalla” que inevitablemente terminaría en desastre. Amelia gritó de emoción y me lanzó otra almohada de vuelta.

—¡Eso no vale! —gritó, con una carcajada que hizo que el cuarto temblara—. ¡Papá, soy más rápida!

—Ah, ¿sí? —dije, recibiendo otra almohada en el pecho—. ¡Pues prepárate!

En cuestión de segundos, estábamos en medio de un combate épico de almohadas. Gritábamos, reíamos, y yo, por un instante, olvidé que tenía responsabilidades, trabajo y problemas. Solo éramos un padre y su hija, brincando y riendo sin parar.

—¡Papá, cuidado! —gritó Amelia, saltando sobre mí mientras yo intentaba esquivar sus ataques—. ¡No mires el reloj, que el tiempo no importa!

—¡Eso es verdad! —respondí, dejando que me golpeara con una almohada más—. ¡Ni aunque el mundo se derrumbe me detendré!

El tiempo pasó rápido, y lo que sucedió a continuación fue… predecible. Mientras Amelia reía con fuerza, la cama cedió bajo el peso de nuestra alegría. Un crujido ominoso y un estruendo seguido de una caída simultánea nos hicieron rodar por el colchón.

—¡Papá! —gritó Amelia, entre carcajadas—. ¡Rompiste la cama!

Yo, tirado boca arriba, intenté recuperar dignidad mientras la veía rodar sobre mí, riendo como si hubiera ganado el torneo mundial de risas.

—Ehm… —balbuceé, intentando sonar firme—. ¡Fue… estrategia! Sí, una prueba de gravedad para asegurarme de que el colchón resistiera terremotos de nivel cinco!

—¡Mentira! —dijo, dando otra voltereta sobre la cama—. ¡Fue porque eres un papá torpe!

—¡Torpe, pero adorable! —repuse, mientras trataba de levantarme y evitar que Amelia me lanzara otra almohada.

Se nos unió un nuevo juego: inventamos nombres para la cama rota. Amelia decidió llamarla “El Titanic de las camas” y cada vez que nos sentábamos sobre ella, gritábamos “¡Hundimiento inminente!”. Entre risas y gritos, no había espacio para preocupaciones, solo para diversión.

Después de varios intentos de arreglar la situación, decidimos que lo mejor era declarar un alto el fuego. Amelia se tumbó boca abajo en mi pecho, abrazando mi torso como si fuera un peluche gigante. Yo, resignado pero feliz, acaricié su espalda y le pregunté:

—¿Sabes una cosa, terremotito? —Ella movió la cabeza, interesada—. Eres la mejor alarma que un papá podría tener. Nunca dejo de reír gracias a ti.




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