Una mentira para mi ex

4

Un escalofrío me recorre la espalda solo de imaginarlo. A él, al parecer, no le inquieta en absoluto:

—¡Perfecto! Entonces lo revisamos todo ahora mismo. En el mejor de los casos encontraremos un local amplio para el restaurante y, en el peor, una historia de aventuras para los nietos.

—¿Por qué no llamamos al número que aparece en el anuncio? —apunto triunfante hacia el letrero salvador y alzo la barbilla con orgullo.

—No tengo tiempo de esperar a que aparezca algún dormilón con las llaves. Si el local está podrido lo sabré en cinco minutos dentro; si vale la pena, nos ahorramos una semana de negociaciones.

Abro la boca para negarme, pero me mira como si yo fuera una cobarde pequeña a la que hay que convencer de tirarse por el tobogán del parque. Lo miro sin miedo y finjo no estar ni un poco asustada:

—Bueno, pero si rompo mi camisa exigirá compensación.

—Oh, yo mismo puedo pagarle para que se deshaga de esa camisa. No le favorece.

Hago un puchero y me acerco a la ventana rota. En un minuto intento colarme por el agujero en la pared, maldiciendo el instante en que acepté. Apoyo un pie en el alféizar y siento las manos de Andrés rozarme descaradamente las nalgas para impulsarme hacia arriba:

—¡Eh! —jadeo indignada—. ¿Qué se permite?

Él resopla, como si eso le divirtiera más que el propio acto de entrar:

—Apoyo al cliente. Paquete completo de servicios —su voz es burlona y atrevida—. Y, siendo sincero, no quiero que te caigas. ¿Y si te haces daño y tengo que comprarte otra camisa, nos habías olvidado eso?

Aprieto los labios con rabia y me esfuerzo por meterme dentro cuanto antes. Andrés me empuja ligeramente; pierdo el equilibrio y caigo sobre una pila de cajas de cartón viejas. El polvo se levanta en nubes; estornudo hasta que el eco rebota en las paredes vacías.

—Pues ya está: su futuro restaurante tiene sus primeros visitantes —Andrés salta detrás, sin engancharse siquiera—. Usted, yo y el fantasma del conserje local.

El hombre fija la vista en mi camisa y se queda inmóvil un instante, como si hubiera visto extraterrestres. ¿Me he manchado la blusa? Calculo cuánto costará la limpieza en seco y bajo la mirada. El botón superior se ha desprendido y una parte de mis atributos se queda al descubierto ante los ojos de Andrés. Frunzo la blusa con prisa, intentando unir las dos mitades del tejido. Le lanzo una mirada airada y me incorporo:

—No me diga que ahora no está mirando donde no debe.

—No, justo miro donde toca —Andrés mira alrededor, sin atisbo de vergüenza—. En realidad, busco su botón para devolvérselo. Aunque, si he de ser franco, sin él me gusta más cómo queda su camisa.

Me arden las mejillas. Es un cumplido, pero me siento incómoda. Con una mano aparto telarañas del pelo, salgo de entre las cajas y aprieto con fuerza las mitades de la blusa:

—¿En ese caso, quizás quiera arrancarme también el otro?

—Si es por motivos de trabajo, no hay problema —no puede evitar sonreír, una sonrisa que, he de admitir, le sienta bien. Me doy la vuelta y rebusco entre las cajas—. ¿Me ayuda a encontrar el botón? Con estas cortinas polvorientas la visibilidad es pésima.

Miro las viejas cortinas empolvadas con estampado floral. Parece que hemos irrumpido en un despacho antiguo: una mesa, dos sillas (una con la pata rota) y un armario. Me inclino sobre una caja y tanteo el fondo. Mis dedos se pierden entre telarañas hasta que por fin rozan algo casi redondo. Aprieto el hallazgo con alegría y lo levanto en alto, victoriosa:

—¡Lo encontré!

Siento que el objeto está algo velloso y, por un instante, algo no cuadra. Miro mi palma con miedo y me quedo paralizada. En lugar del botón, en mi mano hay un ratón seco y momificado.

—¡Aaaaa! —grito con tal intensidad que parecen estallar todos los cristales del lugar—. ¡Puagh, qué asco!

Tiro esa horrible cosa de vuelta y me frotó las manos frenéticamente contra los pantalones—. ¡Puaj!

Andrés se ríe a carcajadas; a mí me dan ganas de abofetearle y de hundirme de vergüenza al mismo tiempo. Él inclina la cabeza hacia un lado:

—Mariana, usted es una auténtica amante de los animales. Primero la camisa de leopardo, luego un ratón en lugar del botón. Hay que ir escondiendo todas las criaturas a su alrededor.

—Más le valdría compadecerme en lugar de burlarse —inflé el labio con ofensa.

—No me burlo; intento encaminarla por la senda correcta —Andrés se agacha y recoge algo del suelo—. Esto parece suyo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.