Una mentira para mi ex

5

El hombre me tiende el botón, y lo tomo con una mano mientras con la otra sigo sujetando la blusa. Solo entonces me doy cuenta de que, en mi huida del restaurante, he olvidado tanto el teléfono como el bolso. Guardo el botón en el bolsillo del pantalón, me doy la vuelta y meto la blusa dentro del sujetador. No es nada cómodo caminar por un edificio abandonado sujetándola todo el tiempo. Ahora, con mi ropa interior protegiendo el improvisado arreglo, me vuelvo hacia él con aire altivo, casi sin sentir vergüenza.

Atrapo su mirada fija en mi escote. Camino con decisión hacia adelante y salgo al pasillo de paredes agrietadas. Detrás de mí escucho su voz:

—Después de todo lo que hemos pasado juntos, casi estamos obligados a hablarnos de “tú”. ¿Te parece bien?

Aunque no lo vea, puedo sentir su mirada ardiente posada en mi trasero. ¿De verdad me está mirando? Me giro y él enseguida aparta la vista hacia la ventana. Me encojo de hombros.

—Claro que sí, al fin y al cabo, somos unos falsos prometidos.

Avanzamos por el suelo que cruje a cada paso. Andrés alumbra con la linterna del móvil, mientras yo intento no pisar una sombra que parece de rata. Quizá sea solo una bola de polvo, pero mi imaginación no lo acepta: le añade cola y orejas puntiagudas.

El edificio está en un estado deplorable; dudo que todo el dinero del mundo pueda salvarlo. Mejor derribarlo y construir algo nuevo.

Doblamos la esquina y, de repente, como salido de la nada, aparece un guardia de seguridad. En lugar de un arma, sostiene un teléfono apuntándonos directamente:

—¡Ajá! —su voz suena triunfante, como si acabara de ganar la lotería—. ¿Pensaban que no los vería husmeando por aquí?

No tengo tiempo de explicarme: su mirada se desliza hacia abajo y se queda fija. Mi blusa vuelve a traicionarme: el botón superior se ha abierto y la tela se ha deslizado. Me cubro el pecho con las manos, muerta de vergüenza. El guardia suelta una carcajada:

—¡Oh, pillines! Ya entiendo por qué están aquí. Primero roban y luego montan su rinconcito romántico. Otra parejita que quiere ahorrar en hoteles, ¿eh?

Una ola de indignación, vergüenza y rabia me recorre entera. Me arden las mejillas y desearía que la tierra me tragara. Desde fuera, la escena realmente parece lo que no es. Me acomodo la blusa y niego con la cabeza.

—Se equivoca, nosotros…

—¿Equivocarme? —me interrumpe bruscamente—. ¿No es usted la que está medio desnuda ahora mismo? Si llego medio minuto más tarde, me encuentro una escena aún más subida de tono.

—No habría visto nada de eso, ¡y además no estamos aquí por eso! —al fin consigo meter parte de la blusa en el sujetador y me siento más segura.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué buscaban, algo que robar?

—Escúcheme —Andrés se impacienta—, ¿de verdad le parecemos ladrones? Aquí no hay nada que valga la pena robar, salvo un ratón muerto y una tonelada de polvo. Solo queríamos inspeccionar el edificio, estamos considerando comprarlo. Y, por cierto, ¿qué es exactamente lo que usted vigila aquí?

—¿Cree que me voy a tragar eso? —sus cejas se arquean hacia arriba—. Los compradores llaman al número que figura en el cartel.

Tengo unas ganas tremendas de soltarle un “¿ves? ¡te dije que llamáramos!”. Pero me contengo. El guardia sigue grabándonos con el móvil, como si fuera un reportero de crónica rosa. Me siento como una de esas “sensaciones del día”: despeinada, con la blusa desabrochada y la expresión de “no es lo que parece”.

El guardia se apoya contra la pared, disfrutando de su papel:

—El romance en edificios abandonados siempre acaba mal. Los ladrones se hacen pasar por pareja para despistar. Voy a llamar a la policía ahora mismo.

—¡Ni se le ocurra! —mi cuerpo entero arde—. ¡Solo estábamos viendo el edificio!

—Claro… —sigue grabando, acercando la cámara—. Y, de paso, se estaban viendo el uno al otro también, ¿no?

Andrés apenas logra contener la risa, aunque intenta mantener un gesto serio.

—Disculpe el malentendido. Será mejor que nos vayamos; ya he visto lo suficiente.

—Buena decisión. Organicen sus veladas románticas en otro sitio.

Abre una puerta lateral del edificio, una que ni siquiera habíamos notado, y nos hace salir. La puerta se cierra con un portazo tras nosotros. Me giro hacia Andrés:

—¡Esto es horrible! Espero que no acabemos en algún vídeo de YouTube. ¿Te imaginas el titular? “Una pareja de enamorados irrumpe en un edificio abandonado”.

Andrés, en lugar de preocuparse, se ríe:

—Ya me imagino los hashtags: #romance #adrenalina #camisadeleopardo.

—Muy gracioso —resoplo, pero sus carcajadas me contagian y se me escapa una sonrisa.

Caminamos hacia el coche y ocupamos nuestros asientos. Andrés se frota las manos:

—Si fuera tú, no compraría ese edificio. Habría que rehacerlo todo: derribar paredes, arreglar la estructura... Tengo otras opciones, las mismas que te enviamos por correo electrónico. Pensé que ya habías elegido y estabas lista para ver una de ellas.




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