Una mentira para mi ex

6

El pánico se enrosca en mi estómago como una espiral. No tengo idea de qué habla Andrés, pero intento disimularlo. Asiento con seguridad:

—Sí, lo he visto, pero aún no he tomado una decisión definitiva. Te daré una respuesta esta noche. Tengo algunos asuntos pendientes y debo volver al restaurante.

—Te llevo —Andrés enciende el motor. Me invade el miedo de que allí se encuentre con la verdadera dueña y mi mentira salga a la luz. Niego rápidamente con la cabeza:

—No hace falta, seguro que tienes cosas que hacer.

—No lo has entendido —Andrés se inclina hacia mí y estira la mano hacia el cinturón de seguridad. Su mirada se fija en mis ojos, y contengo el aliento sin querer—. No es una propuesta, es un hecho.

Su hombro roza el mío, sus dedos tocan por accidente mi camisa, y escucho el clic del cinturón. No se aparta enseguida ni desvía la mirada.

—Tienes unos ojos preciosos —dice de pronto.

Me arde la piel. No sé cómo reaccionar, así que guardo silencio. Andrés baja la vista hacia mis labios, que comienzan a arder con un fuego invisible. Está demasiado cerca, y tengo la sensación de que está a punto de besarme. Es atractivo, inteligente, con una de esas auras que desarman. Siento su respiración en mi mejilla. Si pasa un segundo más, haré una tontería. Me dejo arrastrar por su magnetismo y casi me acerco a él… pero a tiempo recuerdo a Bogdán y niego con la cabeza:

—¿Intentas seducirme? Soy una chica decente, y las relaciones en el trabajo no me interesan.

—En absoluto, solo ha sido un cumplido inocente —responde, apartándose despacio y abrochándose el cinturón—. Además, ya he visto lo decente que eres: trepas por ventanas, recoges ratones, te metes la camisa en la ropa interior… y engañas a tu ex.

Siento cómo mis mejillas se incendian. Me muerdo el labio y miro por la ventana. El corazón late tan fuerte que parece que Andrés podría oírlo por encima del motor.

—Todo fue un accidente. No lo planeé —me justifico.

—Entonces improvisas muy bien.

Andrés da la vuelta al coche y conducimos hacia el restaurante. Durante el trayecto habla sobre la reforma de un local, y yo asiento con cara de entendida. Cuando llegamos, desabrocho el cinturón y deseo salir corriendo. Tomo el picaporte y murmuro apresurada:

—Gracias por traerme. Pensaré cuál de los locales elegir y te avisaré.

Bajo del coche y, bajo su mirada atenta, tomo mi abrigo y entro en el restaurante. Está lleno, bullicioso, todos los mesas ocupadas. Cuelgo el abrigo y, al girarme, casi atropello a Yulia, la administradora. Logro frenar a tiempo, pero ella ya frunce el ceño, con las manos apoyadas en las caderas:

—Bueno, ¿y eso qué ha sido?

—Colgué mi abrigo.

—No hablo del abrigo —alza la voz—. Me refiero a tu mentira. Le dijiste a un posible inversor que eras la dueña del restaurante. Una cosa es inventar cuentos para tu ex, ¡pero otra es mentirle a su socio comercial!

—Pero tú confirmaste mi historia, así que si se descubre la verdad, nos despedirán a las dos —le recuerdo rápidamente.

Yulia suspira, molesta:

—En ese momento no sabía que se trataba del señor Andrés Mijáilovich. Pensé que sería mayor. Espero que le hayas confesado la verdad.

—No pude —resoplo—. ¿Te imaginas el escándalo? Además, se lo contaría todo a Stas.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —Yulia se calma y se acomoda el distintivo de administradora.

Ni yo misma lo sé. Tal vez deba rechazar su oferta. Le cuento deprisa todo lo sucedido, y ella sacude la cabeza al ver mi blusa:

—Con esa ropa no puedes trabajar. Vamos a la cocina, quizá haya un delantal. Por cierto, Evdokía Ivánovna te ha estado buscando. Te vio salir con su abrigo y te espera en su despacho. No sé cómo vas a librarte esta vez, lo mejor será que le digas la verdad.

—¿Decírsela? —abro los ojos de par en par—. ¡Entonces me despedirá! Y aún tengo que pagar el alquiler. Algo se me ocurrirá.

Nos dirigimos a la cocina mientras mi mente busca desesperadamente una salida. Yulia me encuentra un delantal que cubre mi escote —y el botón perdido—. Camino con pasos pesados hacia el despacho de Evdokía Ivánovna, como si marchara al cadalso. Llamo a la puerta y entro. La mujer está sentada tras el escritorio, inclinada sobre unos menús de muestra. Levanta la vista con expresión severa, y siento su mirada arder sobre mí.

—¿Y adónde pensabas ir con mi abrigo?




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