Una mentira para mi ex

10

Su mirada se desliza por mi uniforme, y en mi cabeza resuena la risa de Stas. Vuelve a burlarse de mí, a reírse de mis mentiras. En mi imaginación, ya me han entregado el libro de trabajo, me han despedido y estoy sin dinero para pagar el alquiler. Termino en la calle, convertida en una vagabunda. Un peso frío se me posa en el pecho solo de pensarlo. No puedo permitir que Andrés descubra la verdad y la cuente a todo el mundo. Si voy a caer, al menos que sea con dignidad. Enderezo la espalda y levanto la cabeza con orgullo.

—¡Hola, Andrés!

—¿Así que de verdad eres camarera? —suena decepcionado.

Finjo una risa ligera.
—No, ni siquiera tengo placa con mi nombre —digo, señalando el bolsillo rasgado de mi camisa, que enseguida cubro con la mano. Espero que le parezca una excusa convincente. Me encogí de hombros con fingida indiferencia.
—Hoy tenemos lleno total, faltan camareros, y a veces salgo al salón para ayudar. Así puedo ver mejor cómo trabaja el personal y sentir el ambiente desde dentro.

—Eso es impresionante —en sus ojos aparece respeto, incluso admiración—. No todas las dueñas están dispuestas a trabajar junto a su equipo.

Por poco suspiro de alivio, pero detrás de mí escucho la voz de Yulia:
—Mariana, se ha acumulado un montón de basura. Sá…

Toso con fuerza, cortándole la frase.
—Gracias, Yulia, ya lo recuerdo —fuerzo una sonrisa y le lanzo una mirada asesina. Abro los ojos con disimulo y señalo con la cabeza hacia Andrés. La chica titubea y se apresura a corregirse:
—O sea, hay que hacer algo con eso. Nadie quiere sacarlo, y tú, como dueña, deberías nombrar a alguien responsable.

—¡Por supuesto! Te nombro a ti. Eres mi mano derecha y una empleada insustituible.

Andrés ríe, se inclina hacia mí y susurra:
—¿También controlas la basura? Estás obsesionada con tu negocio.

Sonrío nerviosa, sintiendo las mejillas arder. Dios mío, que siga creyendo esta locura. Después de las palabras de Yulia me siento más segura y hasta me atrevo a ponerme altiva.

—¿Y tú qué haces aquí? Esperaba el presupuesto por correo, pero aún no he recibido nada.

—Decidí traer los documentos en persona y aprovechar para almorzar. ¿Me haces compañía?

El aire se me escapa de los pulmones. Imagino lo que pensarán mis compañeros al verme sentada con un cliente en plena hora punta. Intento inventar una excusa digna, pero nada me viene a la mente. Pregunto, sin saber por qué:
—¿Aquí?

—Por supuesto. Quiero probar los platos del restaurante que planea expandirse. Tal vez incluso deberían cambiar el menú —dice Andrés, sentándose a una mesa libre.

—Pero hoy estamos cortos de personal, ya ves, hasta yo he salido a atender a los clientes. Como mucho, puedo hacerte compañía mientras te sirvo la comida.

Él arquea una ceja, y en la comisura de sus labios aparece una sonrisa traviesa.
—Creo que una dueña que dirige su propio restaurante puede permitirse una pausa para almorzar. Tenemos que hablar del presupuesto.

Miro alrededor, desconcertada. Mis compañeros nos observan de reojo, y la administradora, Yulia, aprieta los dientes con rabia. Me siento como una colegiala frente al pizarrón. La miro suplicante, y ella asiente, dándome permiso para seguir con la farsa. Me siento frente a Andrés con el aire de quien realmente dirige el lugar.

—Puedo recomendarte el menú ejecutivo —digo, enderezando el servilletero torcido—. Pero si prefieres algo más refinado, te aconsejo la pasta con setas y carne. Aquí la preparan mejor que en ningún otro sitio.

—Si tú la recomiendas, la pido sin dudar —responde Andrés con una sonrisa juguetona, más propia de una cita que de una reunión de negocios.

Yulia frunce el ceño y anota los platos en su libreta. Yo pido una ensalada caliente y un café. Luego se inclina hacia mí y susurra al oído, lo bastante bajo para que solo yo escuche:
—Me lo vas a deber.

Asiento y aprieto los puños. Maldito Stas. Por su culpa me he metido en este lío y no sé cómo saldré. Yulia se marcha, y me quedo pensando en la cuenta. Supongo que tendré que invitar a Andrés. Si el restaurante es mío, no voy a cobrarle a un socio comercial. Aunque él sí me cobra por sus servicios. Suspiro con resignación, sabiendo que hoy trabajaré gratis.

Yulia regresa con los platos y el aroma me hace cosquillas en la nariz. La tensión se disuelve un poco. Andrés toma el tenedor, prueba un bocado y asiente, satisfecho.

—Tenías razón. Está realmente delicioso.




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