Su mirada se desliza por mi cuerpo y siento cómo me arden las mejillas. Examina el vestido, los pendientes, mi mano en la de Andrés, como si buscara una grieta en la fachada. Andrés, como si hubiera interpretado este papel toda su vida, da un paso al frente y le tiende la mano con naturalidad.
—Encantado de verte. Supongo que ahora compartimos un motivo de alegría.
—¿Ah, sí? —Stas estrecha su mano, pero sus dedos están tensos—. ¿Y cuál sería ese motivo?
—Que he encontrado a la mujer de la que no quiero separarme —responde Andrés con tal seguridad que hasta yo casi le creo.
Siento la garganta seca. Suena tan sincero que por un segundo olvido que todo esto es una mentira. Stas mueve la cabeza lentamente, y su sonrisa se vuelve fría. Fija los ojos en mí:
—Me alegra saber que lograste rehacer tu vida. Más rápido de lo que pensaba.
—El destino no pregunta —replico, para no escuchar la ironía en su voz—. A veces simplemente pone a tu lado a la persona que se convierte en todo.
—¿Y cuándo es la boda? —pregunta Tonya, con un brillo curioso que me hiela la sangre.
Trago saliva, sin saber qué responder. Andrés interviene sin dudar:
—Aún estamos eligiendo la fecha. Tenemos varias opciones, pero queremos que sea algo especial.
—¿Especial? —Tonya entrecierra los ojos—. ¿Tal vez en Europa? En Italia, por ejemplo. Es lo que se lleva ahora.
—Oh, Italia nos encaja perfectamente, ¿verdad, amor? —Andrés se inclina hacia mí, y contengo el aliento—. Siempre soñaste con casarte junto al lago de Como.
Casi me atraganto con el vino. Jamás había visto ese lago ni en un mapa.
—Exactamente —fuerzo una sonrisa.
—Curioso —murmura Stas con sarcasmo—. Antes decías que odiabas los aviones y que más allá de los Cárpatos no pensabas viajar.
Siento cómo me suben los colores. Estamos a un paso del desastre, pero Andrés toma el control con elegancia:
—Las personas cambian. Además, los verdaderos sentimientos te dan alas, ¿no crees?
Me mira a los ojos y casi olvido que todo esto es una farsa. Asiento con timidez. Entonces se acerca un hombre con un traje gris impecable. Le tiende la mano a Andrés:
—Me alegra verte… y a tu… —se detiene un segundo, buscando la palabra— …acompañante.
—Es su prometida —interrumpe Stas—. Aunque todavía no tienen fecha, y puede que la boda nunca suceda.
Sus palabras me hieren. Siento cómo Andrés se tensa a mi lado. Aprieta la mano del hombre y responde con una calma impecable:
—Claro que sucederá. Solo es cuestión de ajustar nuestros calendarios. Quiero tomarme al menos un mes de vacaciones. Planeamos un viaje lejos de todo. Imagínelo: mar, playa, y nosotros dos disfrutando de un paraíso tropical, lejos de miradas ajenas. Solo yo y mi amada Mariana.
Su voz suena tan tranquila, tan convincente, que por un instante me pierdo en esa imagen: palmeras, mar turquesa, su sonrisa junto a la mía. Andrés suelta la mano del hombre y me rodea la cintura.
—Por cierto —añade—, te presento a mi prometida, Mariana. Y este es Matviy, el dueño del restaurante. ¡Felicidades por esta magnífica inauguración!
—¡Gracias! —Matviy guiña un ojo—. Pasen, el espectáculo está por comenzar.
Lo seguimos, pero apenas doy unos pasos cuando algo me detiene. Miro hacia abajo y siento que el mundo se me viene encima: el hilo del vestido se ha enganchado en una mesa. Al tirar, la costura se abre, dejando una rasgadura a lo largo del muslo. A través del corte —demasiado revelador— se ve el borde de mi ropa interior. ¡He roto el carísimo vestido de alquiler!
El aire se congela en mis pulmones. Varias miradas se clavan en mí. Alguien contiene una risa; Tonya sonríe con un brillo triunfal. Stas me lanza esa mirada suya, la misma con la que sabía humillarme: una mezcla de burla y placer ajeno.
Andrés reacciona al instante. Se quita la chaqueta y me cubre con ella. Me toma del brazo, me atrae hacia sí y me conduce lejos de las miradas. No alcanzo a decir nada. Nos detenemos en un pasillo estrecho entre el salón y la zona de servicio. Andrés aparta mi cabello y acomoda la chaqueta sobre el desgarro. Sus dedos rozan mi piel, dejando un rastro de fuego.
Mi corazón late con furia; mis mejillas arden como si fueran brasas. Murmuro entre dientes, avergonzada:
—Qué horror… No entiendo cómo pudo pasar esto.