— ¡No, no! — lo detengo, casi saltando del coche. — ¡No hace falta! Te digo que solo está oscuro. Enseguida encontraré la puerta, reconoceré las escaleras y todo irá bien.
Andréi también baja del auto. Su silueta se recorta contra la luz del farol: sereno, confiado, peligrosamente atractivo.
— Mariana, no puedo dejarte sola. Si realmente ves mal, podrías tropezar —dice con gesto serio, aunque en las comisuras de sus labios se adivina una leve sonrisa.
Preferiría salir corriendo, pero me quedo ahí, inmóvil.
— No pasará nada —murmuro—. Conozco cada piedra de este camino. Gracias por traerme… y por el saco.
Estoy junto al portón, con un candado más seguro que el de mi apartamento alquilado. Comprendo que no podré entrar al jardín. Andréi sonríe con descaro.
— ¿No me invitarás a un té?
Siento que me arde la piel. ¿Cómo invitarlo a tomar té en una casa ajena que acabo de ver por primera vez? Hablo atropelladamente, diciendo lo primero que se me ocurre:
— Por desgracia, no puedo —rio, incómoda—. Mi abuela siempre decía que nunca hay que dejar entrar a un hombre después de las nueve de la noche. Afirmaba que trae mala suerte… y una pila infinita de platos sucios. Ya sabes, los lavas y lavas, y siguen apareciendo.
— No te preocupes, te compraré un lavavajillas —responde Andréi, divertido.
— ¡Ya tengo uno! ¿Acaso crees que la dueña de un restaurante, que además tiene una blusa de leopardo, no tendría lavavajillas? Por supuesto que sí, pero igual se te acumulan los platos, siempre queda alguno. Además, mi vecina lo ve todo desde la ventana. Ayer mismo empezó a decir que estoy esperando un hijo del fontanero. Si te ve a ti, dirá que estoy haciendo colección de hombres.
Él se ríe, y eso solo me pone más nerviosa. Se acerca y me toma la mano con suavidad. Me mira a los ojos, despertando un temblor en el pecho.
— Mariana, sé perfectamente por qué no quieres invitarme a entrar —dice, apretando un poco mi mano.
— ¿Ah, sí? —siento un cosquilleo en la garganta.
¿Sabe la verdad? ¿Y todo este tiempo solo jugaba conmigo? ¿Para qué? El corazón me late tan fuerte que apenas puedo respirar. Andréi asiente.
— Claro. Tienes miedo de que Bogdán se entere.
Suelta mi mano, y yo respiro aliviada.
¡Bogdán! Por alguna razón, me había olvidado de él. Además, no me llama desde hace dos días.
Andréi retrocede hacia el coche.
— No te preocupes, no me interpondré en tu relación. Al fin y al cabo, lo nuestro es solo una actuación. Fingimos ser novios, y eso basta para volver loco a Stas. Con eso me doy por satisfecho. Buenas noches, Mariana.
Se sube al coche y se marcha. Me quedo de pie, con la mano en el pecho, sintiendo el corazón golpear con fuerza. Aunque haya dicho la verdad, sus palabras me dejan un peso en el alma. No sé por qué, pero quiero ser para él algo más que una herramienta de venganza contra un viejo amigo. Quiero entender qué los enfrentó realmente.
Saco el teléfono del bolso.
— Ceguera nocturna… —murmuro—. Bravo, Mariana. Oficialmente eres un genio de la improvisación.
Llamo a un taxi y, pocos minutos después, voy rumbo al otro extremo de la ciudad.
A la mañana siguiente me despierta el insistente pitido del despertador y el gemido sordo de mi propio cuerpo. La cabeza me pesa como si alguien hubiera puesto dentro una olla de sopa. Los recuerdos de anoche desfilan por mi mente como una película editada por un montajista nervioso: Stas, Andréi, el champán, el vestido rasgado, el beso… y aquella escena absurda frente a la verja de una casa ajena. Entierro la cara en la almohada.
— Mariana, oficialmente estás convirtiendo tu vida en una catástrofe.
El teléfono parpadea con un mensaje de Andréi:
«Buenos días, señora prometida. Espero que hayas descansado después de nuestra gran premier de anoche».
Me recorre un escalofrío al leer la palabra prometida. Obviamente bromea, pero no sé cómo reaccionar. Escribo una respuesta corta:
«Gracias, todo bien. De la premier solo quedaron traumas morales».
Apenas dejo el teléfono en la mesita, suena. En la pantalla aparece: Andréi Budservis. Contengo el aliento y contesto.
— Buenos días, —su voz suena demasiado alegre para ser sincera.— Tengo una noticia para ti.
— Si es otra vez sobre la luna de miel en una isla tropical, paso.
— No, hoy tenemos un almuerzo con los socios del negocio en un restaurante. Tienes que venir para que hablemos de todo, y nosotros nos adaptaremos a tus deseos.