Una mentira para mi ex

21

Me invade un calor repentino. ¡No, no, no! Jamás había estado tan cerca de arruinarlo todo. Además, ni siquiera tengo idea de cuáles son los gustos de Evdokía. Me trabo a mitad de frase y, sin saber por qué, aclaro:

—¿En mi restaurante?

—Sí, la comida es a las doce —responde con demasiada calma, mientras dentro de mí empieza a crecer el pánico. Si Evdokía nos ve, será una catástrofe. Él continúa:

—No te preocupes, yo me encargo de pagar todo. Por cierto, todavía te debo el almuerzo anterior, cuando saliste corriendo a la farmacia. Por favor, esta vez sin accidentes con el vestido ni con los botones. Ponte algo que no se rompa.

La llamada se corta. Me quedo unos segundos con el teléfono en la mano, resistiendo las ganas de gritar. Finalmente lo lanzo sobre la cama y alzo las manos al cielo:

—¡Dios mío! ¿Cómo salgo de esta? Todo es culpa del maldito Stas. Me obligó a mentir.

Tomo el móvil y llamo a Yulia. Le cuento lo sucedido, y ella se ríe:

—Tranquila, algo se nos ocurrirá. Pero luego me haces horas extra; me faltan camareros. Ven al trabajo.

Me visto a toda prisa, tomo un café con croissant y salgo del piso. En el trolebús dejo el vestido en la costurera, que promete repararlo sin dejar rastro. En el restaurante, Yulia me recibe con una sonrisa amplia:

—Bueno, ¿qué tenemos aquí? ¡Menudo imán para los líos!

—Sí… y todo empezó con una pequeña mentira inocente para fastidiar al ex.

—Y terminaste rodeada de problemas —sube las escaleras al segundo piso y yo la sigo.

—Es un desastre. Los socios de negocios se darán cuenta enseguida de que no soy la dueña. ¡Mírame! Me puse mi mejor falda y blusa y parezco la reina de las rebajas, no una empresaria.

—Tranquila. Te espera una transformación. En unos minutos no te reconocerás —entra decidida al despacho de Evdokía. La sigo con temor.

—Con que Andriy me reconozca, me basta —digo, al ver que Yulia abre el armario y empiezo a entrar en pánico—. ¿Qué haces? ¿Sabe Evdokía que estás hurgando entre sus cosas?

—No, y espero que nunca lo descubra. Te estoy salvando, por si no lo notas —dice, sacando una blusa semitransparente. Temo que de ahí salga alguna polilla que ya se la haya comido. Sigue revisando las perchas—. Te pondremos algo indecentemente caro. Evdokía tiene buen gusto y viste impecable.

Recuerdo su blusa de leopardo y tuerzo la boca.

—¿Y si me ve con su ropa? ¿Qué le diré?

—No te verá. Ayer fue a una inauguración, así que dormirá hasta tarde. Para cuando despierte, ya habrás almorzado, te habrás cambiado y estarás atendiendo mesas. No sabrá nada.

No me convence, pero tampoco puedo recibir a los invitados vestida como una empleada. Me acerco al armario. Entre los colgadores hay trajes de negocios, vestidos de marca y zapatos que valen lo que mi sueldo mensual. Aplaudo suavemente:

—¡Dios mío! Esto no es un armario, es un museo de la moda. Necesitamos algo que grite “propietaria de un restaurante exitoso”. —Paso los dedos por una tela de seda suave.

—¡Esto! —exclama Yulia sacando un conjunto color champán—. Tiene cinturón, resalta la cintura y un escote que atrae sin mostrar demasiado. Con la expresión adecuada, parecerás toda una Evdokía.

—¿Y si añadimos una peluca para completar el efecto? —bromeo mientras me pruebo la chaqueta.

—No hace falta. Tienes mejor porte que ella —dice Yulia, acomodándome el cuello—. ¡Mírate!

Me giro hacia el espejo y apenas me reconozco. La tela costosa cae perfecta; en el reflejo no está una camarera, sino una mujer segura y elegante.

—¿Qué opinas? —pregunto, dando una vuelta.

—Perfecta —responde Yulia con el pulgar arriba—. Aunque no abroches tanto la chaqueta. Pareces a punto de despedir a alguien, no de deslumbrarlo.

Nos reímos, y la tensión se disipa. Si hoy debo actuar como dueña, lo haré a la perfección.

—Adelante, señora Evdokía —dice Yulia con una sonrisa—. Su restaurante y su escenario la esperan.

Aunque el miedo me da vueltas en el estómago, respiro hondo, enderezo los hombros y bajo las escaleras.




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