En la puerta aparece Andriy. Sobrio, elegante, con esa misma sonrisa ligera que anoche me dejó la boca seca. Su mirada recorre el salón, y cuando me ve, se detiene de pronto. No entiendo por qué. Bajo la vista. Todos los botones están en su sitio, las costuras también… pero su mirada me pone nerviosa.
Como un mantra, me repito mentalmente: soy la dueña de este restaurante. Segura, fría, con una postura impecable y con un crédito por el vestido alquilado que terminé rompiendo. Bajo el último escalón, y él se acerca.
—Vaya… —dice con una chispa de admiración en los ojos—. Hoy estás diferente.
—¿En el buen sentido, espero? —alzo una ceja, intentando sonar relajada, aunque por dentro me muero de los nervios.
—En el mejor —me examina de pies a cabeza—. Sinceramente, no esperaba verte así. En ese traje pareces… otra persona, tan formal.
—En el trabajo hay que mantener cierta imagen —respondo con tono altivo, levantando el mentón, aunque por dentro todo en mí tiembla.
—Ahora entiendo por qué tu restaurante tiene tanto éxito —dice, sonriendo—. Tienes auténtico talento para mandar.
—Has llegado antes de lo acordado —intento desviar la conversación.
—Quería ayudarte a preparar el evento de mañana —se inclina hacia mí—. Y también… quería verte.
Sus palabras me hacen olvidar por un instante que todo esto es una farsa: el compromiso falso, la seguridad fingida, el vestido ajeno. Me obligo a sonreír al estilo de Evdokía, con un toque de frialdad y algo de superioridad.
—En ese caso, pasemos a mi despacho.
—¿A tu… —hace una pausa, con una sonrisa pícara— despacho propio?
La forma en que lo dice me hace desear tragarme mis palabras. ¿Por qué tuve que decir eso? Quería parecer una mujer de negocios respetable y acabo sonando ridícula. Pero ya es tarde para retractarme. Asiento con seriedad:
—¿Qué pensabas? ¿Que recibo a mis invitados junto a la cocina?
—Oh, no lo dudo. Solo me intriga ver el lugar de trabajo de una propietaria tan exitosa.
Subimos las escaleras. Voy delante, rezando para que Yulia haya borrado cualquier rastro de nuestra “misión” matutina. Cierro la puerta del despacho y finjo sentirme en casa, aunque por dentro me siento una ladrona a plena luz del día. El corazón me late tan fuerte que temo que se escuche desde fuera.
—Por favor —digo, señalando una silla—, mi despacho.
Andriy se toma su tiempo observando el lugar. Es un espacio amplio, con techos altos, madera oscura y un aroma caro a café y cuero. Su mirada se detiene en la pared de enfrente.
—Interesante —dice, entrecerrando los ojos con sospecha—. ¿Y quién es esa?
Levanto la vista. ¡Oh, no, no, no! En la pared cuelga un enorme retrato de Evdokía a tamaño natural. Una mujer imponente, vestida con un traje rojo brillante y una mirada tan severa que hasta las flores del rincón parecen marchitarse por respeto. Andriy me mira esperando una respuesta, con una sonrisa que se dibuja en los bordes de sus labios.
—Es… —empiezo despacio, ganando tiempo mientras mi cerebro busca desesperadamente una excusa—. Es… mi abuela.
—¿Tu abuela? —repite, arqueando una ceja—. No se parecen mucho.
—Nos parecemos en… eh… el carácter fuerte —bajo la cabeza para no mirar el retrato—. Era una mujer con mucha determinación. Un modelo a seguir. Su retrato me inspira.
Miento, y rezo para que se lo crea. Camino hacia el escritorio intentando mantener una actitud profesional. Necesito encontrar la carpeta con los documentos que él me envió. Los imprimí para que Evdokía los revisara y añadiera sus notas. Miro el caos sobre la mesa y no tengo idea de dónde puede estar. Abro un cajón… y justo encima de unos papeles hay un pedazo de pizza seca. Siento cómo el rubor me sube al rostro y cierro el cajón de golpe, pero ya es tarde: Andriy lo ha visto.
—¿Te gusta almorzar en el despacho? —pregunta divertido.
—A veces sucede. Ya sabes, cuando hay tanto trabajo que olvidas si comiste o no… y luego los restos aparecen de la nada —me encojo de hombros.
Tengo que justificar el desorden de Evdokía, que ahora es, en teoría, mi desorden. Andriy sonríe con suavidad.
—Entonces eres una apasionada de tu trabajo.
—Sí, me sumerjo tanto en lo que hago que no veo nada más a mi alrededor.
En ese momento veo la carpeta gris y casi doy un salto de alegría. Me contengo, la tomo con toda la seguridad posible y se la extiendo a Andriy.
—Aquí tienes —digo con tono firme—. Los documentos para la reunión.