Me río, aunque por dentro algo se encoge con ternura. No estoy acostumbrada a esas palabras. No de él. No ahora. Escondo mi sonrisa tras un gesto serio.
— Mañana volveremos y todo será como antes.
— No —Andrés me mira de una forma que me impide sostenerle la mirada—. Ya no será igual.
Se acerca y toma mi mano. No intenta atraerme hacia él, pero mi corazón late tan fuerte que casi salta del pecho.
— Ahora que sé que estás libre, quiero salir contigo. Entiendo que quizá sea demasiado pronto para ti, pero te esperaré el tiempo que haga falta.
— No es demasiado pronto —me contradigo a mí misma, a mis palabras de hace unos minutos—. Yo también quiero salir contigo.
Andrés me abraza con fuerza. Permanecemos en silencio. El reloj marca los segundos, el viento golpea las ventanas, y me descubro deseando que esta noche no termine. Me acerco a él y lo beso. Él responde con pasión y me aprieta contra su pecho.
— ¿Eso significa que ahora eres mi chica? —pregunta con un brillo travieso en los ojos.
— No lo sé —me encojo de hombros—. Tal vez.
Sigue besándome. Mi conciencia, inoportuna, despierta y me exige decir la verdad. Pero dudo que Andrés quiera salir con una camarera. Tarde o temprano lo descubrirá. Me da miedo confesarlo, y mientras vacilo, él se aparta.
— Ve a dormir. Hoy te has ganado el descanso.
— ¿Y tú dónde dormirás? —pregunto alarmada, con los ojos muy abiertos. Espero que no intente forzar nada y comprenda que aún no estoy lista para acercarme tanto.
Él se levanta.
— Bueno, como entiendo que aún no estás preparada para compartir la cama conmigo, dormiré aquí, en el sofá. Pero antes me daré una ducha. Yo también quiero llevar un albornoz limpio y oler a champú.
Subimos las escaleras. Me meto en la cama y él entra al baño. Me arropo con la manta, pero tardo en dormirme. Una y otra vez me viene a la mente su rostro, el roce de su mano, su voz susurrando confesiones. Afuera, la lluvia golpea los cristales, y yo solo pienso en lo peligrosamente bien que me siento con él. Mañana tengo que decirle la verdad. Espero que guarde mi secreto y no se aleje de mí.
Despierto cuando el sol se cuela descaradamente por la ventana. Entrecierro los ojos, intento cubrirme con la manta, pero se desliza, y entonces entiendo que estoy en una cama ajena. Más bien, en la cama del alojamiento rural, en el mismo lugar donde debe de estar Andrés. Mis fosas nasales se llenan con el aroma del café recién hecho.
Me levanto, bostezo y voy al baño. Mi cabello está revuelto, parezco recién salida de una secadora. Me lavo la cara y me meto en la ducha. El agua caliente relaja mis músculos, hasta que la puerta se abre de golpe. A través del cristal empañado distingo la silueta de un hombre.
Lanzo un grito tan fuerte que seguro espanté a todos los pájaros del bosque. Tomo la toalla y casi me caigo en la cabina.
— ¡Sal! —grito, intentando cubrirme con una toalla demasiado pequeña.
— ¡No sabía que estabas aquí! ¡No vi nada! —retrocede enseguida y cierra la puerta de un portazo.
Me quedo temblando, indignada y riendo al mismo tiempo, porque la situación es tan absurda que ni siquiera puedo enfadarme. El agua sigue corriendo, y solo pienso que he empezado el día gritándole al hombre que me gusta. Más que gustarme. Y con quien, al parecer, estoy saliendo.
Me seco y me visto con la ropa que se ha secado durante la noche. Al salir, Andrés está sentado a la mesa, fingiendo concentrarse en su café.
— Mariana, de verdad no vi nada —dice sin mirarme, con tono culpable.
— Menos mal que no viste mi cara cuando entraste. Se me puso roja de vergüenza.
Levanta por fin la vista y sonríe de una manera que vuelve a calentarme, y no precisamente por la ducha.
— No sabía que alguien podía sonrojarse así por mi culpa —dice, posando suavemente su mano sobre la mía—. Además, pensé que ya estábamos saliendo.
— Sí, empezamos hace unas horas, pero eso no te da derecho a verme en la ducha.
— Estás preciosa incluso enfadada —Andrés aprieta levemente mi mano.
Me inclino hacia él y lo beso en los labios. Con seguridad, con deseo. Porque ahora es el hombre con el que estoy saliendo.
Pocos minutos después salimos del alojamiento. El aire fresco de la mañana nos golpea el rostro. El bosque huele a pino y hierba mojada tras la lluvia nocturna. Intento no resbalar en las losas húmedas. Caminamos hasta el comedor y desayunamos. Andrés llama para pedir una grúa.
Al terminar, salimos al exterior.
— ¿Estás segura de que llevas todo? —pregunta mirando hacia el cottage, como si hubiéramos dejado atrás enormes maletas.
Asiento.
— Sí, incluso mi dignidad. Aunque después de la escena de esta mañana, está un poco maltrecha.
Andrés se ríe en voz baja.
— Al menos no desapareció por completo.
Cuando llegamos a la carretera principal, vemos la grúa. Poco después, el coche ya está subido. Subimos a otro vehículo que nos llevará de regreso a la ciudad. Andrés conduce; yo voy a su lado. De vez en cuando me lanza miradas furtivas, y yo finjo mirar por la ventana, aunque en realidad observo su reflejo en el cristal.
— Hoy estás muy callada —dice al fin.
— Solo pensaba —respondo, volviéndome hacia él.
— ¿En qué?
— En que no todos los días te despiertas en una cabaña, en medio del bosque, con un hombre que te gusta.