No puedo contener la risa. Andrés sirve el vino y me tiende una copa. Nuestros dedos se rozan y una pequeña corriente me recorre la piel. No hace frío, pero aun así me cubro los hombros con la manta. Giro la copa entre las manos.
— Sabes que no soy muy buena para relajarme —confieso, sin lograr reunir el valor para hablar con sinceridad.
— Pero yo sí —dice él, sentándose a mi lado y rozando mi hombro con la mano—. Puedo enseñarte.
Su mano es cálida y sus palabras peligrosas. Llevamos las copas a los labios. El vino quema suavemente mi garganta, y el aroma del vino se mezcla con el de su perfume. Miro las estrellas para evitar mirarlo. Temo que, si lo hago, ya no pueda apartar la vista. Con timidez, apoyo la cabeza en su hombro. Andrés me envuelve en un abrazo cálido y seguro.
— Mira —le señalo el cielo—. Parece una estrella fugaz… o quizá sea un satélite. Creo que si pido un deseo, se cumplirá —mi voz tiembla, con esa dulzura nerviosa que nace del corazón.
— Entonces pídelo, pero no lo digas en voz alta.
Lo miro y comprendo que mi deseo ya se ha cumplido. Está sentado aquí, a mi lado, mirándome como si conociera todo lo que no me atrevo a decir. Apoyo mi mano sobre la suya. Despacio, con cierta timidez. Nuestros dedos se entrelazan. Él se acerca a mi oído.
— ¿Y si me das una pista sobre ese deseo?
— Si lo digo, no se cumplirá… pero creo que ya se está cumpliendo.
Miro sus ojos y el mundo desaparece. Solo quedan las estrellas, el agua y la sensación de querer conocer mejor a este hombre. Andrés parece leerme los pensamientos. Sus dedos acarician mi rostro, recorren mi mejilla, y un calor dulce me estalla en el pecho. Se inclina hacia mí y nuestros labios se encuentran. Mi corazón late con fuerza; sus besos me embriagan más que el vino. Con cada sorbo me siento más ligera. Comemos fruta, hablamos de tonterías, de sueños, incluso de la infancia. Andrés bromea, y yo me descubro riendo de verdad. Hacía tiempo que no me sentía tan bien.
De pronto me mareo un poco. Intento ponerme de pie, pero resbalo y casi caigo.
— Cuidado —Andrés me sostiene a tiempo. Sus brazos son firmes, cálidos, y su contacto me enciende la piel.
— Creo que bebí demasiado —me justifico, mientras todo parece moverse.
— Ven, acuéstate un rato. Tal vez te sientas mejor —dice, sin soltarme, guiándome hacia abajo, a la cabina.
Huele a madera y a sábanas limpias. La cama, cubierta por una manta doblada con cuidado, parece un paraíso tras un día tan largo.
— Acuéstate, necesitas descansar —Andrés se inclina para quitarme la manta. Obedezco y me tiendo. Él se sienta junto a mí y aparta un mechón de mi cara.
— Descansa un poco.
Está a punto de levantarse, pero lo agarro por el cuello de la camisa, asustada.
— No te vayas —susurro, buscándole los labios—. Te amo.
Él se queda inmóvil. Por un instante solo existe el silencio y el sonido de nuestros corazones, que laten al compás de las olas. Lo beso con hambre, con deseo. Es embriagador pensar que este hombre es mío. Un fuego se enciende en mi vientre y me quema por dentro. Desabrocho los botones de su camisa y dejo que mis dedos se deslicen por su piel. Siento su corazón latir con la misma fuerza que el mío. Sus manos acarician mi cuerpo, y nos fundimos en una danza de pasión.
Despierto al amanecer, mecida por el suave balanceo. Estoy desnuda, recostada sobre su hombro, con la pierna enredada en la suya y su brazo rodeándome. Los recuerdos de la noche me golpean de pronto, y un calor me sube al rostro. No entiendo cómo pude confesarle mi amor y pasar la noche con él. Apenas nos conocemos. Planeaba contarle la verdad sobre mi mentira antes de dar cualquier paso más. No puedo creer que me haya entregado a él después de solo dos semanas. No es propio de mí.
Sin embargo, debo admitirlo: no me arrepiento. Con Andrés me siento bien, segura, en paz. El vino desató mi lengua y me permitió vivir mis deseos más escondidos. Miro alrededor buscando mi ropa. Está esparcida por el suelo. Intento levantarme sin despertarlo, pero al deslizarme bajo su brazo pierdo el equilibrio y caigo al suelo. Mi fuga termina en un estrépito vergonzoso. Andrés se incorpora de golpe.
— ¿Mariana? ¿Qué pasa?
Estoy en el suelo, con el pelo cubriéndome la cara. Lo aparto, agarro la manta y la tiro hacia mí para cubrirme. La manta se desliza lentamente por su cuerpo, dejándolo al descubierto. Me aferro a ella contra el pecho, sin atreverme a moverme. Un solo gesto y él quedará completamente desnudo frente a mí. Pero parece no importarle en lo más mínimo. Entrecierra los ojos con sospecha.
— ¿Qué estás haciendo?
— ¿Yo? —repito, fingiendo sorpresa, como si hubiera alguien más en la cabina—. Nada. Y desde luego no estoy intentando dejarte desnudo, aunque pueda parecerlo.
— En realidad, parece que estás tratando de esconderte de mí —Andrés da en el clavo. Me siento una ladrona descubierta y muerdo nerviosa mi labio.
— No, solo quiero vestirme —evito mirar su pecho musculoso.
Andrés se inclina, me toma de las manos y me hace sentar junto a él. Me acerca con suavidad.
— ¿Qué ocurre? ¿Te da vergüenza?
— ¿Tan obvio es? —pregunto, subiendo la manta hasta el cuello.
— Anoche no te daba ninguna.
— El alcohol me hizo valiente —murmuro, esquivando su mirada—. No debimos hacerlo. Nos conocemos muy poco, llevamos poco tiempo juntos… y no debí decirte que te amo.