Una mentira para mi ex

38

Todo está mal. No debería haber apostado por mí, pero no puedo decirle a Andrés la verdadera razón. Me calzo deprisa y, mientras pienso una excusa, murmuro:

—Tengo un gato hambriento.

—No le pasará nada —dice él, tomándome de la mano y atrayéndome hacia su pecho—. No quiero que te vayas.

Hundiendo el rostro en mi cabello, enciende un fuego en mi pecho. Me obligo a resistirme a lo que siento y lo aparto suavemente.

—De verdad, tengo que irme.

—Te llevo yo —responde, frunciendo el ceño mientras toma las llaves del coche.

Entro en pánico. No quiero que me vuelva a llevar a casa de Yevdokía. Me pongo el abrigo y niego con la cabeza.

—No hace falta. Soy una chica adulta, puedo llegar sola.

—Mariana, es de noche, está lloviendo, llevas tacones y tienes una mancha de fettuccine en el vestido. Si no te atropella un coche, al menos se reirá todo el vecindario —su tono deja ver su irritación.

—Gracias por preocuparte, pero puedo manejarlo —digo, colgándome el bolso del hombro.

Él suspira con resignación y saca el móvil.

—Está bien, pero al menos déjame pedirte un taxi.

—¡No hace falta! —protesto, pero ya ha presionado varias teclas.

—Sí hace falta —insiste, con esa terquedad suya.

Pide el taxi a la dirección de Yevdokía y lo paga con su tarjeta. Su expresión es tranquila, pero siento que dentro de él retumba una tormenta. Minutos después, aparece la notificación: “Su vehículo llegará en tres minutos.” El silencio entre nosotros se vuelve espeso. Oigo mi respiración, los latidos acelerados de mi corazón y su cercanía que me desarma. Me atrae hacia sí y me besa en la mejilla.

—¿No vas a decirme por qué te vas?

—Me voy porque ya es hora.

—Mariana, si te molestó lo que hice, no volveré a tocarte. Quédate, aunque sea así. Dormirás a mi lado y por la mañana desayunaremos juntos.

La propuesta suena demasiado tentadora. Por un momento quiero decir que sí, pero me repito que para él todo esto es solo un juego, una apuesta. Él no está enamorado, no como yo. Me esfuerzo por mantenerme firme.

—Ya pediste el taxi, no sería correcto cancelarlo.

Salimos afuera. El aire frío huele a noche y a asfalto mojado. Nos quedamos parados. Andrés me toma de la mano y yo intento disimular el temblor. Se inclina hacia mí.

—¿Sigues siendo mi chica?

—Sí —suspiro con pesar y sé que no podré evitar dar explicaciones—. Solo necesito ir a casa. Nos vemos mañana.

—Entonces esperaré mañana con ansias —dice, y antes de que pueda responder, me besa en los labios, como queriendo convencerme de quedarme.

Huele a café, a lluvia y a algo tan familiar que me duele pensar en olvidarlo. El taxi llega. Andrés abre la puerta, y yo intento no mirarlo.

—Buenas noches. Gracias por la velada.

—Buenas noches —responde, y sin importarle el taxista, me besa en la mejilla.

Subo al coche. Las puertas se cierran, y a través del cristal lo veo quedarse allí, con las manos en los bolsillos, mirándome mientras me alejo. El coche arranca, y aunque trato de no volver la cabeza, siento que mi corazón se ha quedado atrás, sobre ese asfalto mojado junto a él. Las luces de la ciudad titilan en los charcos como nervios sobre un cable pelado. Mi mente es un caos.

—¿A casa? —pregunta el conductor, mirándome por el retrovisor.

—Sí, pero mi novio se equivocó y pidió el taxi a otra dirección. ¿Podría dejarme en la calle Estación, número catorce? Está más cerca.

—Claro —responde, y respiro aliviada.

Llego a casa sin contratiempos. Me doy una ducha caliente y me pongo el pijama. Andrés me envía un mensaje preguntando si llegué bien. Contesto y me meto en la cama. Para cumplir mi plan, tendré que levantarme muy temprano.

A la mañana siguiente, estoy frente a la puerta de Andrés, con una maleta, una mochila y una enorme bolsa en las manos. Parezco una turista dispuesta a pasar tres meses en la guarida de un hombre. Toco el timbre. Una vez. Dos. Silencio. A la tercera, la puerta se abre. Andrés aparece con el cabello despeinado, pantalones deportivos y una camiseta negra que no oculta sus brazos musculosos.

—¿Mariana? —su voz suena como si hubiera visto un fantasma.

—¡Buenos días! —digo con mi voz más dulce—. Espero no haberte despertado.

—¿Qué pasa?

Doy un paso al frente, empujo la maleta dentro del apartamento y anuncio:

—Están haciendo reformas en mi casa. Polvo, pintura, ruido, un infierno. Así que he decidido quedarme aquí un tiempo.

—¿Qué… qué has hecho? —parpadea, intentando asegurarse de que no está soñando.

—No te preocupes. Soy ordenada, como poco y no ocupo mucho espacio.

Me quito los zapatos y avanzo hacia el salón arrastrando mis cosas, mientras él sigue inmóvil en el umbral. Después de unos segundos, cierra la puerta y me sigue.

—¿No crees que deberíamos haberlo hablado antes? Vivir juntos es un paso serio… importante.

—¿Y no quieres hacerlo? —me giro de golpe, con los ojos humedecidos—. Dijiste que me amabas, que querías conocerme mejor. Pues aquí tienes la oportunidad perfecta. ¿O acaso me mentiste?




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