Una mentira para mi ex

43

Me encierro en el baño para recuperar el aliento. Tengo las mejillas ardiendo y los labios aún en llamas por ese beso hambriento. Me doy una ducha rápida y me pongo el camisón. Salgo con cautela. Andrii está en la cocina, cargando el lavavajillas. Me pongo de puntillas, intentando deslizarme hasta el salón sin hacer ruido.

—¡Mariana! —escucho su voz y me congelo, con un pie en el aire. Se acerca—. Ahora eres mía, y vas a dormir en mi cama. Somos pareja, así que no hace falta que te escondas de mí.
—Estoy enfadada contigo —respondo, frunciendo los labios.
—Yo también contigo, pero aun así dormiremos juntos.

Antes de que pueda replicar, me toma en brazos y me lleva al dormitorio. Lanzo un pequeño grito, rodeándole el cuello con los brazos. Su cuerpo, firme y caliente, me borra cualquier resto de enfado. Empuja la puerta con el hombro y me deposita con cuidado sobre el colchón. Mi camisón negro con encajes se esparce a mi alrededor. Lo miro desde abajo, y en sus ojos ya no hay rastro de ira, solo deseo.

Se inclina hacia mí. No intento resistirme. Lo tomo del cuello de la camisa y lo atraigo hacia mí. Nuestras bocas se encuentran en un beso explosivo, desesperado. No hay ternura, solo rabia transformada en pasión. Su beso es rudo, exigente, capaz de borrar cualquier ofensa. Su mano cálida acaricia mi piel desnuda, mis dedos se hunden en su cabello, acercándolo aún más.

De pronto, se aparta bruscamente.
—Ponte cómoda. Me uno a ti en un rato —dice con total naturalidad, se da la vuelta y se va. ¡Se va! Dejándome encendida, sola, confundida. Aprieto las sábanas con los puños. ¡Sokolovski! Respiro con dificultad, planeando mi venganza.

Vuelve aproximadamente una hora después. Estoy envuelta en la manta como en un capullo, fingiendo dormir. Andrii se acuesta a mi lado, tira un poco de la manta, se cubre y me rodea con un brazo. Nada más. No me besa, no intenta despertarme ni provocarme. Dormimos.

A la mañana siguiente me despierta el aroma del café. Alargo la mano y toco el lado vacío de la cama. Él no está. Me había abrigado toda la noche, y ahora extraño su calor. Me levanto, me pongo la bata y unas pantuflas rosas con gatitos antes de salir del dormitorio.

Andrii está en la cocina, junto a la ventana, con el pelo despeinado, camiseta y vaqueros. Cuando me ve, sonríe:
—¡Buenos días, dormilona! No sabía si hoy trabajabas, así que preferí no despertarte.
—Sí, tengo que ir al restaurante. Hay que mantener todo bajo control —digo con tono importante, aunque dentro de dos horas estaré corriendo entre mesas con una bandeja en la mano.
—Por cierto —comenta con aire despreocupado—, ¿cómo está tu gata?
—¿Mi qué? —me quedo petrificada, con la mano a medio camino hacia la taza.
—Tu gata. Dijiste que anteayer escapaste de mí para alimentarla. No creo que la masilla y la pintura sean buenas para sus pulmones.

Por un instante, mi rostro se congela. Había olvidado por completo aquella mentira improvisada. Lleno la taza con agua caliente.
—Eh… sí, Murrka soporta perfectamente todos los vapores. Es muy resistente.
—¿Murrka? —Andrii entrecierra los ojos con sospecha.— ¿Es una británica o una esfinge?
—Depende de la luz —evado la pregunta mientras preparo el café.
—¿Por qué no la traes aquí? Es raro que la dejes sola.
—Pensé que no te gustaría. Ya sabes, el pelo por todas partes, la caja de arena, el olor… —me estremezco, esperando que la idea lo disuada.
Él sonríe ampliamente:
—Me encantan los gatos. Hoy mismo iremos a buscarla. No debe estar triste sin ti.
—¡No hace falta! —exclamo, y me encuentro con su mirada sorprendida. Me apresuro a corregirme—. Quiero decir, la traeré yo misma, no te preocupes.

Me doy la vuelta hacia la ventana, doy un sorbo al café y trato de idear de dónde sacar esa maldita gata.

Andrii se va a trabajar, y yo al restaurante. Hoy me toca turno largo, así que me quedaré hasta tarde. Estoy detrás del mostrador, pasando las cartas de menú sin prestarles atención. En realidad, me preparo para una misión de la que depende mi reputación.

Yulia, con su habitual camisa blanca y la placa de Administradora, está hablando con un camarero. Cuando me ve, suspira, como si presintiera que traigo problemas.
—¡Hola, Mariana! ¿Cómo va todo en el restaurante de la “propietaria”? —me toma el pelo, apoyándose en el mostrador.
—Mal. Tuve la mala suerte de decirle a Andrii que tengo una gata. Ahora quiere que la lleve a su casa, dice que los productos del supuesto “reformita” podrían hacerle daño. Y no tengo idea de dónde sacar una gata.
Yulia suelta una carcajada y niega con la cabeza:
—Siempre te metes en líos. Dile que la gata murió por culpa de la reforma.
—Suena demasiado inverosímil. Necesito una gata viva.
—¿Para qué? —pregunta levantando las manos—. Andrii sabe que no eres la dueña del restaurante. Apuesto a que sospecha que tampoco existe la gata.

Me quedo pensativa. Tal vez él haya mencionado a la gata solo para ponerme a prueba. Aprieto los puños, molesta.
—Entonces, más razón para conseguir una. No quiero que crea que miento en todo. ¿Podrías prestarme la tuya?




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