Su tono es suave, pero sus ojos atentos. Capta cada uno de mis suspiros, cada gesto de mi rostro.
—Exactamente. No te preocupes, no pienso quedarme mucho tiempo contigo.
—¿Y si quiero que te quedes mucho tiempo aquí?
Andrés se inclina sobre la mesa y se acerca a mis labios. El roce de su boca detiene el mundo por un instante. El corazón me late con fuerza y me hundo en las sensaciones, olvidando todo salvo él. De pronto, Baronesa salta a la mesa. El lomo arqueado, el pelaje erizado, los ojos encendidos. Con un movimiento fulminante, me araña la mano.
—¡Ay! —me aparto de golpe.
—¡Baronesa! —Andrés agarra al gato por el pellejo—. ¿Qué te pasa?
El animal sisea, con una furia que le brilla en los ojos. No es en vano que Julia me advirtiera. Andrés la deja en el balcón y cierra la puerta.
—Que se quede ahí un rato, a ver si se calma. ¿Siempre te ataca así?
—No, solo cuando algo no le gusta. Supongo que está nerviosa con el nuevo lugar.
Miro la herida. Dos líneas rojas palpitan con dolor. Andrés va al armario, saca agua oxigenada y un algodón.
—Déjame curarte —se sienta a mi lado y toma mi mano con delicadeza.
El calor de sus palmas me envuelve, y mi corazón se acelera. Sus movimientos son suaves, casi tranquilizadores, aunque las heridas escuezan. Siento algo tibio que me inunda por dentro. Andrés se inclina y roza mis dedos con los labios.
—Así sanará más rápido.
Su gesto no tiene nada de médico. Es ternura, cuidado y cercanía al mismo tiempo. Baronesa maúlla desde el balcón y araña la puerta. Andrés deja el frasco a un lado. Su mirada está tan cerca que siento cómo me arde la piel.
—¿Ya no duele?
—No, solo pica un poco —respondo, mirando con fastidio hacia la ventana.
Sus dedos ascienden por mi brazo, se detienen sobre el codo, y se me corta la respiración. El aire entre nosotros se espesa. Sus labios encuentran los míos otra vez, esta vez despacio, profundo. El beso me arrastra como una corriente cálida, y respondo, aunque algo en mi interior se tensa. Sus manos recorren mis hombros, mi espalda, me atraen más. Su aliento me roza la mejilla.
—No tienes idea de lo difícil que es contenerme contigo cerca. Te deseo —susurra, y en su voz hay una sinceridad que me desarma.
El recuerdo de nuestra única noche se enciende en mi mente y me quema por dentro. Pero su mentira aparece como un relámpago: para él solo soy una pieza en su estúpida apuesta. No voy a dejar que me utilice. Me aparto con suavidad.
—Andrés… —pongo la mano en su pecho—. Es solo que… —No encuentro excusa. Guapo, deseado, querido, pero no para mí. Niego con la cabeza—. No ahora, ¿sí?
Él se detiene, estudiando mi rostro, como si intentara leer si eso es un “no” o un “espera”.
—Perdón, tuve un día largo. El gato, todo esto… —levanto la mano con los arañazos—. No estoy en mi mejor momento.
Él asiente despacio, sin rastro de molestia.
—Está bien —dice, con una voz tranquila—. No quiero que sientas que te estoy presionando.
Me abraza, y me dejo envolver por el ritmo sereno de su corazón.
—Solo quédate cerca —susurro, acurrucándome en su pecho—. Eso me basta.
—De acuerdo —acaricia mi cabello—. Pero te advierto, si pierdo el control, te serviré el mismo vino que bebimos en el yate. Aquella vez te llevó directo a mi cama.
Río, entre nerviosa y enternecida.
—Te prometo que algún día acabaré en tu cama sin necesidad de vino. Pero hoy no.
Nos quedamos en silencio. Baronesa maúlla en el balcón, y afuera una farola tiñe la noche de luz dorada. Tal vez, en esa calma, empiece a nacer algo más que deseo.
La mañana del viernes llega antes de lo esperado. Andrés, puntual como siempre, me espera en la entrada con una taza de café, luciendo plenamente satisfecho. Yo, en cambio, intento meter a Baronesa en su transportín: una verdadera batalla.
—¡No quiere ir! —protesto mientras la gata salta y bufa.
—¿Y quién querría que lo encierren en una caja de plástico? —ríe Andrés, se acerca y le habla con dulzura—. Vamos, preciosa, solo será por un día.
La gata lo mira con recelo, pero termina entrando obediente.
—Ah, entonces tú eres su amo y yo solo la niñera temporal —gruño, cerrando la cremallera. En el fondo me alegra que Julia me dejara quedármela unos días más. Andrés sonríe con autosuficiencia.
—Ella simplemente reconoce quién manda aquí.
Veinte minutos después, estamos en la carretera. El sol asoma, los campos pasan fugaces, y la radio suena suave. Baronesa se comporta bien al principio, pero pronto empieza a inquietarse.
—Creo que se aburrió —comento, mirando atrás.
—O quizá está celosa porque te estoy tomando de la mano —dice Andrés, y aprieta suavemente mis dedos.
El corazón me da un vuelco. Ayer se comportó como un caballero. Dormimos abrazados, sin que él cruzara la línea. Sentirlo tan cerca y resistirme fue una tortura. No sé a quién castigué más, a él o a mí.
Un maullido fuerte interrumpe mis pensamientos, y el transportín se sacude.
—Oh, no… —me llevo las manos a la cabeza—. ¡Se ha escapado!