Nos acercamos a una casa de campo de dos plantas. En el porche está el abuelo de Andriy. Erguido, con un chaleco sobre una camisa azul, y con un brillo en los ojos que nada tiene que ver con la vejez. A su alrededor, varios familiares que parecen haber salido de una vieja fotografía familiar. Reconozco a los padres de Andriy y me alegra ver caras conocidas.
—¡Llegamos! —dice Andriy apagando el motor.
Miro a la Baronesa, que está en mi regazo. Su pelaje se ha secado un poco, pero no tiene aspecto festivo. La lana se eriza en parches, tiene una mancha de barro en la nariz y su cola todavía muestra las huellas de nuestros heroicos intentos de lavarla.
—¿La dejamos en el coche? —sugiero con duda.
—¿Y privar al abuelo de su diversión? —Andriy lleva la mano al pecho de forma teatral—. Que todos vean a la belleza que traemos.
—Eres cruel —digo, tomando a la Baronesa en brazos.
Salimos del coche y justo en ese momento el abuelo exclama en voz alta:
—¡Oh, por fin! ¡Mi nieto ha traído a la novia!
Casi me ahogo de vergüenza, mientras Andriy, por supuesto, sonríe satisfecho.
—Y no solo la novia. Conozcan a Maryana, y esta —dice señalando a la gata—, la Baronesa.
El abuelo la examina y entrecierra los ojos.
—¿Baronesa? Parece que acaba de volver de la guerra.
—La hemos endurecido un poco en el camino —dice Andriy con una seriedad fingida—. Entrenamiento previo a la nueva temporada. ¡Feliz cumpleaños!
Andriy saca un regalo del coche y coloca la caja sobre la terraza. Los familiares murmuran entre risas y yo quisiera desaparecer. El abuelo agradece y se acerca a mí.
—¡Mi nieto finalmente trae no solo trabajo y nervios, sino una mujer decente! —Extiende la mano, firme aunque arrugada—. Alexander Petrovich, pero todos dicen abuelo Sashko.
—Un placer —sonrío, estrechando su mano—. ¡Gracias por la invitación!
—Yo invito a todos, pero no todos llegan —guiña un ojo—. Ahora vamos, te presentaré a mis traviesos. Para mí siempre serán niños.
Subimos a la terraza. Me presentan a una mujer con sombrero, elegante, de porte impecable: la madre de Stas, Olga Víktorivna. Junto a ella, un hombre con chaqueta beige que irradia calma y control: el padre de Stas, Borís Alexandrovich. Ni siquiera sospechan que, si las cosas con Stas hubieran sido diferentes, yo podría haber sido su nuera.
—Forman una pareja hermosa —sonríe Olga Víktorivna, mirándome de pies a cabeza—. Andriy, no me sorprende que hoy hayas llegado puntual por primera vez.
Siento que Andriy aprieta levemente mi mano, como diciéndome “no respondas”. La madre de Andriy se acerca y me abraza como si fuera su hija. Entramos al salón. La Baronesa decide añadir un toque final. Se escapa de mis brazos, salta sobre la mesa de fiesta, atraviesa platos de comida y se detiene junto al pastel con la inscripción: “¡Feliz cumpleaños, abuelo!”
—¡No! —grito, y Andriy atrapa a la Baronesa por la piel. El abuelo solo mueve la mano:
—No te preocupes, niña. Si encontramos pelo en la comida, sabremos de dónde viene.
Hago una mueca de disgusto. Andriy me entrega la gata y la sostengo firmemente. Entramos y, desde el pasillo, sale una pequeña bolita de pelo blanco con un lazo en el cuello. Un spitz ladra de alegría y gira alrededor de las piernas de Andriy.
—¿Y este quién es? —no puedo evitar sonreír.
—Es Bonia —explica el abuelo, orgulloso—. Mi guardián, mi compañero y el principal catador de albóndigas.
—Un defensor muy serio —dice Andriy levantando a Bonia en brazos. El perro es un poco más pequeño que la Baronesa—. Yo también me compraría uno así.
Bonia gruñe satisfecho, pero tan pronto como doy un paso adelante con la Baronesa, la paz se rompe. La gata se tensa, el pelo se eriza y sus ojos brillan. En un segundo, sisea como una serpiente.
—Oh no, Baronesa, cálmate.
Bonia decide mostrar su valentía. Se baja de los brazos de Andriy y, batiendo las pequeñas patas, corre hacia la Baronesa. La tensión dura exactamente tres segundos y comienza el caos. La Baronesa, siseando salvajemente, se escapa de mis brazos, salta a la silla más cercana, de ahí al armario y desde arriba observa con superioridad cómo Bonia ladra y gira abajo, sin alcanzar siquiera el taburete.
—¡Vaya recibimiento! —ríe el abuelo—. Mi Bonia conoce por primera vez a alguien que le teme a su feroz ladrido.
—No le teme, planea atacar —susurro mientras intento bajarla del armario.
Pero la gata tiene otros planes. Me rasguña la manga y sigue siseando. Andriy se acerca.
—Déjala allí, yo la bajo. A este ritmo no te quedará espacio libre sin marcas de batalla.
La tensión disminuye lentamente. Bonia se distrae con un trozo de salchicha, la Baronesa baja del armario y parece que la paz se restablece, al menos por un momento. Nos sentamos a la mesa, que rebosa de platos variados. Todos hablan en voz alta, se interrumpen unos a otros, Bonia mendiga comida bajo la mesa y la Baronesa nos observa desde el alféizar, como un inspector felino. Empiezo a relajarme.
—¡Por la salud del viejo! —exclama el abuelo—. ¡Y por demostrar que ochenta no es edad, sino motivo de orgullo!
Todos bebemos, reímos, y justo en ese instante se abren las puertas del salón. Entra Stas, impecable con camisa blanca planchada, la cabeza en alto, como si estuviera en la alfombra roja. A su lado camina Tonya.